Por Manuela Chiesa de Mammana (*)
Cada atardecer de septiembre, la cerca comenzaba a cubrirse de una pequeñas florcitas blancas, apenas olorosas. Poco a poco se iban cubriendo los huecos que el invierno había provocado en los tallos más viejos de la ligustrina. La antigua construcción de grandes habitaciones y ventanas con postigos estaba bastante separada de la cerca, lo cual la hacía casi inexpugnable.
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