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A DON LASTRETO LE LLEGÓ LA HORA. Por Norberto Schinitman


“Para el hombre ocupado no hay día largo”. Séneca 

Quisiera rememorar una vieja y simpática leyenda popular de mi querido y recordado pueblo natal de Villa Domínguez, que me fue relatada varias veces por personas mayores. Advierto que no es preciso preocuparse por el título de esta nota, aparentemente triste o desgraciado; por el contrario, se trata de un afectuoso y risueño recuerdo.

Allá por 1950 yo era un pequeño, alegre y feliz escolar. Domínguez era entonces una pujante población, donde predominaba un sencillo, grato, sereno y algo monótono estilo de vida pueblerina. Y no, dicho con respeto y sincera tristeza, como ahora es notorio, una gris y adormilada aldea.

Por sus calles de tierra, sin pavimentar, transitaban algunos autos y camiones, además de numerosos carros, sulkys y jinetes. Después de las copiosas lluvias, esas calles se convertían en lodazales difíciles de transitar. 


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Por eso el municipio de Villa Domínguez (no recuerdo si se trataba de la antigua Junta de Fomento, o ya había ascendido a municipalidad), tenía una pequeña cuadrilla de personal de reparación de calles. 

Sus integrantes trataban, diariamente, con cierta pachorra entrerriana, de tapar los baches, desobstruir las cunetas de escurrimiento del agua de lluvia y reparar otras “obras públicas” similares.

Y aquí comienzo a exponer la risueña leyenda urbana, conocida por muchos dominguenses, ocurrida cuando yo era un niño, que me fue relatada verbalmente varias veces por personas mayoresy que recuerdo claramente. Ahora, más de 70 años después de ocurrida la situación que originó esa leyenda, trataré de parafrasear y subsumir esas versiones en la siguiente.

El personaje central es el capataz de la cuadrilla municipal, Don Lastreto. Así lo llamaban todos, sin mencionar su nombre de pila.

Era un hombre muy sencillo, de escasa instrucción, pero respetuoso y cumplidor. La cuadrilla se reunía muy temprano, apenas salía el sol; retiraban sus carretillas, picos y palas de un depósito instalado detrás del edificio municipal, y se dirigían con paso cansino a cumplir sus diarias labores, debiendo retornar a eso de las 13 horas.

Pero ocurría que Don Lastreto, que era quien determinaba el momento de finalizar la jornada laboral de su pequeña brigada, raramente ordenaba el cese de las tareas y el regreso a la base en el horario establecido. Entonces, algunas veces la cuadrilla retornaba, con sus integrantes hambrientos, a eso de las 15, cuando todos los demás empleados ya se habían retirado, y otras a las 11, mucho antes del horario oficial de salida.

Pero, ¿por qué sucedían esas extrañas irregularidades e incumplimientos?

Sencillamente, porque nuestro interesante personaje, Don Lastreto, no tenía reloj.

Así como en la antigüedad los marinos se orientaban por las estrellas, el capataz determinaba la hora observando la altura del sol sobre el horizonte. Evidentemente, este método era muy impreciso; y cabe también preguntarse ¿cómo haría en los días nublados?

Para solucionar esas irregularidades, después de lentas y extensas deliberaciones, la municipalidad decidió proveer a su capataz de un reloj. Según la leyenda, no compraron ni un Longines ni un Omega, sino un barato y tosco reloj de bolsillo.

En ese momento, aparentemente afortunado, a Don Lastreto le llegó la hora, como dice el título. Pero, imprevistamente, al mismo tiempo, le sobrevino una desventura. (Conviene recordar que, lamentablemente para el capataz, en esa época solo existían los relojes analógicos, con agujas, y no los actuales digitales, de interpretación mucho más sencilla).

Lo que ocurrió es que nuestro personaje, que nunca había tenido un reloj, lamentablemente, no sabía leer la hora.

Posiblemente, para su modesto intelecto, eso era un misterio insondable. Aparentemente, observar la posición de las agujas del reloj y determinar la hora, le planteaba al buen capataz un abrumador problema.

A pesar de las enseñanzas que se le impartieron, y aunque puso su mayor empeño, como resultado final insuperable, el capataz no pudo aprender a usar el reloj.

Por eso, el prudente Don Lastreto decidió mantener el reloj en su bolsillo y siguió guiándose por el sol.

Esa situación dio lugar a algunas chanzas risueñas. Las bromas consistían en que algunas personas, al pasar cerca de nuestro personaje, luego de saludarlo, le preguntaban, arteramente: Por favor, ¿podría decirme la hora?

Como atenta respuesta, Don Lastreto extraía el reloj, abría cuidadosamente la tapa y lo ponía a la vista del interesado, agregando cortésmente, ¡Sírvase a su gusto, mi amigo!

¿Qué habrá sido de ese buen hombre? Hace mucho, me dijeron que luego pasó a desempeñarse como capataz del matadero.

Por último, estoy persuadido de que muchos viejos dominguenses lo recuerdan con afecto, como un humilde y útil servidor público, correcto y amistoso.


Norberto Schinitman
nschinitman@gmail.com

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