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SERAFÍN. Por Manuela Chiesa de Mammana



Cuando los otoños se presentaban fríos y lluviosos, al mediodía, desde el este lentamente, y como surgiendo desde una loma, llegaba Serafín. Piel morena, cutis curtido por los soles, un saco raído y un pie de palo, su compañero inseparable.

Eran tiempos de barro y greda por doquier. En la esquina de Caseros y Balcarce, almacén de Mallarini, hacía su primera parada Serafín, cuando entraba al pueblo.

Después de los saludos habituales, se sentaba en un taburete de juncos junto a la ventana y allí distendido pedía su primera caña.



Mientras tanto recordaba su vida militar en la tropa de Buenaventura Goró y aquella rastrillada en Mojones Norte de la cual habían salido victoriosos, a pesar de que en esas circunstancias el lodo le llegaba hasta las rodillas. 

Entusiasmado por la atención que le prestaban los clientes del almacén, pedía su segunda caña. En ese relato entraba el malestar que había sufrido la tropa porque sólo le daban para el mate un poco de yerba ardida y ningún otro vicio.

Así llegó la tercera caña, con el cuento de las alpargatas tan pesadas que el barro pegado les descalzaba a pesar de tener muy buena cabalgadura.

En este punto, Serafín se adormece junto a sus recuerdos. La calle Caseros se desdibuja en un medio día gris con una llovizna intermitente, mientras la pequeña historia poblana ayudaba en los aperitivos de Serafín.

(Foto ilustrativa).

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