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Por Gisele Sousa Dias (Infobae)
Lo primero fue el contraste, como venir paseando por un bosque perfumado de eucaliptus y caer, repentinamente, por un precipicio. Fue el contraste porque cuando el teléfono sonó Lucía estaba en Bariloche, el lugar en el que siempre había soñado vivir. Era domingo y estaba durmiendo la siesta pegada su bebé, que todavía tomaba la teta.
“Me lo dijeron como en cuotas, que es algo que hoy agradezco, aunque sé que no hay una manera fácil de comunicar una noticia así”, dice Lucía Ymaz a Infobae cuatro años y medio después de aquella tarde calurosa de enero.
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“Lucía, hubo un accidente”, fue la primera. “Es Franco, está muy mal”.
Franco era el menor, tenía 7 años. Un rato después el teléfono volvió a sonar. La voz, esta vez, era la de la abuela del nene. “Y nada, es como que una escucha la angustia en la voz y ya sabe”, sigue Lucía. Franco o “Franquito”, como le decían, había muerto camino al hospital.
Lucía no recuerda con nitidez qué pasó después, pero sí el sonido de sus gritos, su llanto. No cayó al suelo de rodillas como en las películas: aunque sabía que ya no había nada que hacer, su desesperación por conseguir un pasaje de avión para llegar a Pinamar la mantuvo operativa. “Quiero estar con mi hijo”, ese era su único pensamiento.
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“Pude encontrarle el sentido a la muerte de mi hijo”, es una. La otra es “no hubiera elegido lo que pasó, pero lo agradezco, aunque crean que estoy loca”.
Un niño en cuatriciclo
Lucía, su pareja y Nacho, el bebé de un año y un mes que tomaba la teta en aquella siesta, aterrizaron en Buenos Aires de noche y manejaron 360 kilómetros hasta Pinamar. Llegaron a las 5 de la mañana, en plena temporada de verano, mientras los jóvenes volvían de bailar: el mundo de Lucía se había detenido, el del resto no.
Lucía, su pareja y Nacho, el bebé de un año y un mes que tomaba la teta en aquella siesta, aterrizaron en Buenos Aires de noche y manejaron 360 kilómetros hasta Pinamar. Llegaron a las 5 de la mañana, en plena temporada de verano, mientras los jóvenes volvían de bailar: el mundo de Lucía se había detenido, el del resto no.
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“Fue todo un tema, yo eché responsabilidades y culpas para todos lados”, cuenta ahora. “Por un lado estaba la de ese joven de 23 años que iba a toda velocidad y saltó el médano, una locura. Pero fue todo un tema también porque yo no sabía que mi hijo tenía un cuatriciclo en la casa de su papá. Franco tenía 7 años, por supuesto que yo no habría estado de acuerdo”, sigue.
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Como la muerte en Occidente sigue siendo un tema tabú, mucho más cuando se trata de la muerte de un niño, no había nadie en el hospital esperando a la mamá para contenerla.
“Pensé que iba a entrar a una habitación del hospital, la fantasía o la negación, no sé. Pero Franco estaba en la morgue, así que eso fue un impacto espantoso”. Habla del dolor, del espanto pero también de “belleza”, una palabra que no suele estar asociada con la muerte.
“Fue muy duro pero igual estaba hermoso, lo vi más lindo que nunca. Tenía una cara de paz y de plenitud…eso que dicen que pasa cuando las personas parten”.
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De todos modos, Lucía no tuvo resto emocional para ocuparse de eso. Tuvo que enterrar a su hijo ahí, a 1500 kilómetros de su casa, de sus juguetes, pero enseguida entendió que tenía dos caminos: o acomodarse en el lugar de víctima y hundirse en soledad o pedir ayuda y meterse con el cuerpo y con el alma en el duelo.
“Dale, que tenés otros hijos”
Lucía se dio cuenta en el supermercado, apenas volvió a Bariloche, de lo inabordable que resultaba para el resto la muerte de un hijo. “Acá nos conocemos todos, la gente me veía, se daba media vuelta y se iba. No solo porque no sabían qué decir. Se crea una sensación… como si fueras un fantasma que vas a contagiar la muerte a sus hijos”.
Lucía se dio cuenta en el supermercado, apenas volvió a Bariloche, de lo inabordable que resultaba para el resto la muerte de un hijo. “Acá nos conocemos todos, la gente me veía, se daba media vuelta y se iba. No solo porque no sabían qué decir. Se crea una sensación… como si fueras un fantasma que vas a contagiar la muerte a sus hijos”.
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Lucía cuenta que eso la ayudó y también enumera qué, por lo general, no ayuda:
“Esas frases hechas que te decía. ‘Esto va a pasar’, ‘vas a estar bien’, ‘el tiempo cura todo’, ‘cualquier cosa que necesites me llamás’, ‘tenés otros hijos’, ‘tenés que estar fuerte por tu familia’. No sirven porque vos no podés más y encima te cargan con la obligación de tener que estar bien”.
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La tristeza era tan inmensa que Luía probó de todo: hizo reiki, buscó un médium para conectar con Franco y saber si estaba bien, tomó ansiolíticos recetados para poder dormir, se apoyó en una espiritualidad que no sabía que tenía.
Entrar para poder salir
“Hay una frase que dice que para salir del duelo primero hay que entrar. No todo el mundo puede ni quiere hacerlo”, sigue ella. “Yo aprendí a no juzgar, por ejemplo, a una mamá que intenta suicidarse después de la muerte de un hijo, porque de verdad hay un momento en el que uno se siente en el fondo de un pozo, completamente ahogado, y piensa que nunca vas a salir de ahí”.
“Hay una frase que dice que para salir del duelo primero hay que entrar. No todo el mundo puede ni quiere hacerlo”, sigue ella. “Yo aprendí a no juzgar, por ejemplo, a una mamá que intenta suicidarse después de la muerte de un hijo, porque de verdad hay un momento en el que uno se siente en el fondo de un pozo, completamente ahogado, y piensa que nunca vas a salir de ahí”.
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En su proceso hubo enojo, odio, bronca, contra todo, contra todos y, sobre todo, un dolor indescriptible. “Lo que afortunadamente no hubo fue culpa, porque Franco no estaba conmigo en ese momento. La culpa, lo sé, es una de las cosas más jodidas que tiene un proceso de duelo”.
Hubo de todo hasta que, en un momento, algo pasó: “No sé si lo puedo terminar de describir racionalmente pero en un momento empieza a entrar como una lucecita. De repente, algo te hace reír, empezás a conectar de nuevo con la vida”.
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“Es algo que me preguntan constantemente, cómo yo, que pasé por la muerte de un hijo, me puedo dedicar a esto. Nadie lo termina de entender”. Es que a ella no se lo habían contado: había estado ahí. Había visto todo lo que fallaba y todo lo que hacía bien. Que la muerte de un hijo era un tema con el que cualquiera podía empatizar pero sólo alguien que lo había sufrido podía comprender.
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¿Otra forma de amar? “Si. A convertir el amor incondicional que se le tiene a un hijo en vida en un amor eterno, saber que físicamente no va a estar más pero ese vínculo no va a morir nunca”.
La otra cosa que agradece es haber podido encontrar un sentido en la muerte de Franco.
“Me pasó cuando logré pasar del por qué al para qué, una transición súper difícil. Encontré el sentido cuando dije ‘tengo que hacer algo con todo este bagaje, con todo esto que nos pasa a las familias en duelo, quiero acompañar no desde afuera sino habiendo tenido esta experiencia’. Muchas veces me duele, lloro con ellos, a veces me quedo cargada pero yo sigo sanando”.
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La otra es ese cuadro que armaron en un ritual familiar y colgaron en la pared de casa, en Bariloche. El cuadro tiene siete fotos de Franco, una por cada año de su vida. Es para ella y también para el resto de la familia, una manera de que el nene no sea una sombra sino parte de la historia de sus vidas.