Capítulo Dos, Carlos Menem: “Si sigo pensando en el pasado, voy a sepultar a la Argentina en el pasado”

Un centenar de policías bajo las órdenes del comisario Orsili custodiaban la cuadra. Nadie podía entrar ni salir sin que el oficial le clavara la vista a modo scanner. El coiffeur Tony Couzzo no necesitó una patente de corso para cruzar el checkpoint, su ingreso estaba pautado, se trataba de un hombre fundamental, era el único responsable del brushing y del retoque de las patillas de Carlos Saúl Menem, un abogado riojano de 59 años que venía de gobernar su provincia natal y que esa fría mañana del 8 de julio de 1989 se preparaba para tomar juramento como el trigésimo segundo presidente constitucional de la Argentina. La hiperinflación sacudía el país, la protesta social superaba la sindical, las remarcaciones de precios eran diarias, había racionamientos de alimentos y fueron vistos saqueos en vivo y directo. Para apaciguar el efervescente malestar y presionado por la oposición, Raúl Alfonsín pauta con el peronismo el adelanto de las elecciones. Sobre ese escenario un cronista de GENTE consiguió registrar la intimidad de un día histórico. En la habitación donde el exclusivo peinador hacía su trabajo también estaba doña Ofelia, que por cábala y orden expresa del electo jefe de Estado, tenía la misión cebar unos amargos. Lo hacía en un pequeño y espigado mate de plata con el escudo de la provincia de Corrientes. Una llamada desconcentró a Tony Couzzo y descansó sus dedos durante diez minutos, lo que duró la conversación que Carlos mantenía con sus hermanos Munir y Amado, que estaban en el hotel Elevage. —Si nuestro padre te viera ahora, qué alegría tremenda— le dijo Amado. Dicen que la respuesta de su hermano presidente fue apenas un “sí” débil y cargado de emoción. Después prometió volver cuanto antes a Anillaco, a la casa de don Juan Nieto y sus parientes a bailar con el bandoneón mayor de Firpo Delgado y sus guitarras. A las 10.45, el chofer Ramón Acuña, de 51 años, de los cuales 29 estuvo conduciendo al servicio de la Casa Rosada, estacionó en la calle Posadas el lujoso Lincoln Continental negroazulado. Faltaba poco para el juramento y Menem se encontraba a 22 cuadras del Congreso, estaba terminando de leer los diarios en el living cuando Zulema Yomaapareció de sorpresa, maquillada con base clara y párpados en tonos tierra, vestía un excelente diseño de Bogani blanco crema. “¡Estás buenmocísima!”, le dijo el marido. “Y vos, reguapo”, contestó ella. Ambos se abrazaron y salieron a la calle, donde los esperaba el chofer Acuña, el comisario Orsili junto a sus atentos agentes, periodistas, camarógrafos, decenas de militantes y curiosos que querían ver los pasos del primer peronista que accedía al sillón de Rivadavia después de la muerte de Juan Domingo Perón y tras el golpe cívico-militar al gobierno de su segunda esposa, María Estela Martínez de Perón. En primera línea, aprisionados por el gentío, aunque sin perder el orden ni la afinación, una banda de niñas y niños riojanos cantaban una chaya. Ellos estaban cumpliendo un pacto que habían hecho con Menem un año y medio en Minas del Espinillo, durante otro de esos hechos premonitorios que nos tiene acostumbrado el travieso universo y que sólo se observan con el paso del tiempo: —Gobernador, cuando usted asuma como presidente ¿podemos ir a cantarle en Buenos Aires? —Sí, por supuesto. Pero tienen que cantarme una chaya riojana. ¿Me lo prometen? — preguntó el entonces gobernador. Menem les había cumplido la promesa y ellos también. Esa mañana sobre la calle Posadas también estaban Jaime Torres, Víctor Laplace, Carlos Carella, Luis Landriscina, entre otros artistas y personajes de la farándula del momento. —¡Eh! ¡Carlitos! —, gritó un hombre de gran volumen y le entregó una carta y una pelota de fútbol envuelta en un papel de regalo. —Guardámela en el auto, quiero que esa pelota me acompañe durante todo el día— le dijo Menem a su secretario Ramón Hernández mientras agradecía y le daba besos y abrazos a quien se le pusiera adelante. Fotoperiodismo. Carlos Menem junto a Zalema Yoma, GENTE en la intimidad del auto presidencial. El Lincoln Continental avanzó hacia el Congreso por Callao escoltado por cinco autos y una ambulancia, antes de llegar a Rivadavia, cuando estaba por pasar frente a una hilera de policías federales, se escuchó este diálogo: —¿Hay que saludar cuando pase el auto? — le preguntó un policía a otro. —¿Y qué querés? ¿Darle un besito? — fue la respuesta seguida de una contenida risa. El inicio de una nueva era  Esa mañana, la Asamblea Legislativa había aceptado las renuncias del presidente Alfonsín y del vicepresidente Víctor Martínez después de dos horas y media de sesión. Con buen criterio, el cronista de GENTE de aquel momento eligió un párrafo de la renuncia de Martínez: “Me alejo del cargo con el solo pesar de no poder ejecutar cuanto hubiere deseado para auxilio de mis semejantes, en especial de los más humildes, pero con la tranquilidad de conciencia de haber intentado hacerlo, bajo el dictado de la conducta ética subordinado a los valores morales y a la ley”.  El país estaba por ingresar a una nueva etapa y lo que vendría comenzaba a sentirse levemente en el clima de aquella mañana en el Congreso. La entrada de Menem fue tumultuosa, por momentos caótica, hubo poca organización. “Ídolo”, le gritó el presidente electo a Oscar Alende, fundador del Partido Intransigente, cuando lo recibió en el Salón Azul. Dentro del recinto, el gobernador de Córdoba Eduardo Angeloz, mientras esperaba el juramento de su contrincante político y amigo, charló con su ex compañera de fórmula, la diputada Cristina Guzmán. —¡Qué tapadito te pusiste! ¡Parece el de Maradona! — le dijo el cordobés. —Sí, éste también es de zorro blanco — contestó la jujeña. A las 11.24, Carlos Saul Menem prestó juramento ante la Asamblea Legislativa presidiada por su hermano Eduardo Menem. Hubo aplausos, algunos cantaron la marcha peronista. El presidente se sentó para leer su primer discurso y sin querer accionó el timbre que llama a los legisladores al recinto. “Primer round”, dijo riéndose con picardía. Así comenzaba lo que luego se conoció como la Década menemista, la era de las privatizaciones, cuando la pizza y el champagne iban acompañados, años de glamur y viajes a Miami; la Argentina de la convertibilidad, cuando un peso era igual a un dólar, y se mandaban naves de guerra al Gofo Pérsico y se traficaba armas a Croacia y a Ecuador, entre otras tantas trapisondas.    Documento histórico. La hora de Menem, así tituló GENTE la asunción del nuevo mandatario. “Ante la mirada de Dios y ante el testimonio de la historia, yo quiero proclamar: Argentina, levántate y anda”, dijo el presidente durante su discurso en el Congreso. Expuso la dramática situación del país, apeló a la unidad y al sacrificio, condenó la corrupción y apostó a la esperanza. El discurso duró 54 minutos. Los aplausos lo interrumpieron 33 veces. Citó dos veces a Perón, dos a Evita y también a otros personajes de nuestra historia como a Rosas, Sarmiento, Mitre, Facundo, Peñaloza, Alberdi, Pellegrini, Borges, Mallea, Marechal, Balbín e Yrigoyen. Cuando terminó, desde una de las galerías más altas alguien gritó: ¡Salvanos a todos, patilludo! Treinta y cuatro años después de aquel día –incluso a cuarenta años del regreso a la democracia–, algunos tramos de ese discurso bien se los podría utilizar hoy mismo y nadie lo notaría. Como si el tiempo se hubiese frenado: * “Sobre estas ruinas construiremos el hogar que nos merecemos”. * “Hay que decir la verdad de una vez por todas, sin que nadie se sienta ofendido. La Argentina no está bien. La Argentina está rota”. * “Yo no aspiro a ser el presidente de una fracción, de un grupo, de un sector, de una expresión política. No deseo ser el presidente de una nueva frustración”. * “Ha llegado la hora de un gesto de pacificación, de amor, de patriotismo. Tras seis años de vida democrática, no hemos logrado superar los crueles enfrentamientos que nos dividieron hace más de una década. A esto yo le digo basta”. * “A partir de este momento el delito de corrupción en la función pública será considerado como una traición a la Patria”. * “No llegamos al poder para calentar una silla. Llegamos al poder para servir a nuestra gente”. Portada. Una edición especial para un país que veía asumir a un nuevo presidente, el segundo desde el inicio de la democracia. El adiós de Alfonsín, Henry Kissinger y Susana Giménez  Osvaldo Basteiro, de 44 años y chofer de la Presidencia, tardó 63 minutos en llevar al presidente y a la primera dama desde el Congreso hasta la explanada de la Casa Rosada. Manejaba el Cadillac que compró Perón en 1954, un año antes de ser derrocado por el general Eduardo Leonardi. El viejo auto aún funcionaba bien, tenía 16.192 kilómetros y 700 metros, aunque aquella mañana goteaba el radiador y cerca de la Plaza de Mayo largó una inmensa bocanada de humo blanco. —Sonamos, se me queda. Vamos, vamos, que falta un poco — suplicó Basteiro. Durante 15 minutos, Raúl Alfonsín esperó en el lado interno de la explanada al hombre que los sucedía. De traje oscuro y chaleco, corbata azul con pintas blancas, peinó y despeinó varias veces con sus zapatos la alfombra oro que lleva al Salón Blanco. Masticó dos pastillas de mentol con los brazos cruzados. Le vieron los ojos más tristes de su vida. El Cadillac estacionó en la Casa Rosada a las 13.25 y tras una hora quedaron agotados los trámites sucesorios, y Menem con su banda y bastón flamantes fue a despedir al expresidente a la explanada: “Hasta luego. Hasta siempre. Mucha suerte”, le dijo Alfonsín. Después de 60 años, un presidente elegido por el voto popular entregaba el mando a un nuevo mandatario elegido bajo las mismas condiciones democráticas. El 12 de octubre de 1928, Hipólito Yrigoyenrecibió de Marcelo Torcuato de Alvear los símbolos del poder y asumió su segunda presidencia. Esa había sido la última vez.  Foto histórica. Carlos Menem recibiendo los atributos presidenciales de parte de Raúl Alfonsín, una nueva etapa comenzaba. Cuando el expresidente intentaba subirse a un auto, un periodista le preguntó si el traspaso adelantado de poder significaba una frustración. “De ninguna manera”, contestó sin enojos el hombre que prometió silencio durante los venideros tres meses. En Chascomús lo estaban esperando. Después vino la jura de ministros. Afuera, en la Plaza de Mayo, los cálculos optimistas indicaban que había unas cincuenta mil personas. No movilizaron ni el PJ ni la CGT, no había nafta y la gente no tenía un peso.  A las 16.30, Menem salió al balcón de la Casa Rosada. A su lado se encontraba Eduardo Duhalde y la primera dama. “Yo no soy brujo, no soy mago, no soy milagrero. Solo, no podré hacer nada, con ustedes haremos todo por nuestro pueblo y por la Argentina”, dijo a la multitud. Después de los saludos a familiares y amigos, en un salón interno de su despacho comenzó el maratón de actos oficiales. En el Palacio San Martín estrechó las manos de cada integrante de las 101 delegaciones extranjeras que llegaron al país para la asunción. Y de allí, al viejo Concejo Deliberante, con las nuevas autoridades nacionales, había empresarios, artistas y políticos. Su custodia tuvo que sacarlo prácticamente en andas de uno de los salones. Había quedado aprisionado contra una pared. Todos querían saludarlo. La noche la gala fue en el Teatro Colón, una función especial para 3.500 invitados. Menem y su esposa llegaron con casi una hora de atraso. Carlitos Menem, hijo del mandatario, no pudo asistir, fue una ausencia con aviso, había tenido un reciente accidente automovilístico y seguía dolorido. Entre los invitados se encontraba el mismísimo Henry Kissinger, el príncipe de Arabia Saudita, Ben Abdul Aziz Al Saud; el presidente nicaragüense Daniel ortega, que llevaba una campera verde; empresarios de la talla de Amalita Fortabat y un joven Cristiano Ratazzi, la diva Susana Giménez lucía un hermosísimo vestido de Elsa Serrano, Graciela Borges había optado por uno bordado en piedra de la colección de Gino Bogani y el conductor andaluz Jesús Quinteros andaba con una bufanda roja y un pantalón bombacha negro. Mirtha Legrand impecable como siempre. Por ahí andaban María Julia Alsogaray, Juan Bautista “Tata” Yofre y los sindicalista Saul Ubaldini y Luis Barrionuevo, entre otros. También estaban los familiares del matrimonio Menem que habían llegado desde Siria para la gran fiesta.    Gala en el Colón. El flamante presidente, la primera dama y el diplomático estadounidense Henry Kissinger en una fiesta llena se artistas, empresarios y políticos. El hombre que no miraba al pasado El 9 de julio cumplió su primera jornada oficial en la Casa de Gobierno: saludó a embajadores, caminó hasta la catedral con sus ministros para el Tedéum, y después el desfile de tropas. Ese mismo domingo, por la tarde, se reunió con su gabinete. En Olivos habló frente a 270 corresponsales extranjeros y más de medio centenar de periodistas nacionales. “Estuve cinco años en la cárcel y fui víctima durante muchos años de proscripción en mi vida política…, tuve que accionar desde la clandestinidad en las épocas duras de los gobiernos militares o de las dictaduras, aquí, en la República Argentina. Pero si sigo pensando en el pasado, en lo que a mí me ocurrió, voy a sepultar a la Argentina en el pasado. Quiero desde este presente proyectarme hacia el futuro”, así contestó una de las preguntas. Detenidamente respondió cada pregunta. Y cuando sus colaboradores sugirieron dar por terminada la conferencia, él se negó. Siguió contestando. Luego firmó autógrafos y se despidió. Terminaba el día. Era domingo y desde el viernes que no paraba. Caminó hacia la residencia y antes se frenó para saludar a una delegación de riojanos. Tras eso un colaborador le acercó un whisky. Con el vaso en la mano, Menem detuvo su andar en el parque. Bebió un sorbo. Miró las pocas estrellas que asomaban esa noche fría de Olivos. Y suspiró. Edición de video: Mailén Ascui Guion y voz: Camila Bisceglia Recopilación de Archivo Grupo Atlántida: Mónica Banyik Capítulo Uno, Raúl Alfonsín: “La madurez del pueblo va a impedir que se produzcan nuevos golpes de estado"
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