Por Manuela Chiesa de Mammana (*)
Los anocheceres de Villaguay eran placenteros, agradables. Sobre todo cuando llegaba el tiempo cálido y las sillas en la vereda se convertían en el remanso de días agitados. El señor de la noche era, sin dudas, el silencio profundo, almibarado de las camelias cercanas, que serenaban cualquier arrebato de niños malcriados.
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