Por Manuela Chiesa de Mammana (*) Una vez más caracolea el viento de invierno contra la opaca esquina noreste del almacén 'Bebidas y Barajas'. Cuatro mesas de tablas de cajón y varios bancos de paraíso convierten aquel lugar en la distracción apetecida. Enfrente, un tala vagabundo dibuja encajes al postigón que cruje letanías de herrumbre entre anclajes y pasadores.
A esa esquina llegan todas las mañanas los empleados municipales que terminan el barrido de las calles del pueblo, casi al mediodía. Comentan los sucesos de la mañana mientras el bolichero les alcanza los naipes españoles y una copa de vino tinto.
Aquel ritual, pautado como el pueblo mismo, estaba tan incorporado a los hábitos lugareños que parecía imposible de desaparecer sin dejar rastros. Cuando el bolichero, que ya era viejo, enfermó, su hijo primogénito siguió con la rutina como debía ser.
Pero un día, como las bellotas de los robles que revientan para expulsar la semilla, el panorama cambió y con él las costumbres. A la opaca esquina llegó una acopiadora de granos y todo fue reforma, demolición, indiferencia.
Hoy aquella vieja postal sólo existe en la memoria de los que disfrutaron del cotidiano ocio conquistado.
Pero, aunque esta sea una historia vana, en la vereda de enfrente, el viejo tala vagabundo hace un guiño al olvido y eso vale.
(*) El texto forma parte una serie de cuentos y retratos del antiguo Villaguay.