LA SILLA ELÉCTRICA DE VILLA CLARA. Por Norberto I. Schinitman


"En el bromear se debe tener moderación". Cicerón

"Las bromas son como la sal, se deben usar con gran precaución" Juvenal


Soy un exresidente de Villaguay, Villa Clara y Villa Domínguez (mi simpático pueblo natal), queridas y siempre recordadas localidades entrerrianas, en donde viví mi feliz y grata niñez.
 
Hoy quisiera compartir uno de mis recuerdos juveniles. Aunque no observé los hechos, ocurridos en Villa Clara antes de 1950, la situación me fue relatada, cuando niño, por un testigo presencial, mi tío Jaime, hermano de mi madre. He agregado también algunas notas circunstanciales, que pude apreciar durante mi residencia en esa villa.



Preveo como muy posible que, al considerar el título de esta nota, muchos lectores podrían pensar que es desacertado, erróneo y hasta increíble. 

¿Una Silla Eléctrica en Villa Clara? ¿Un terrorífico artefacto mortal en ese tranquilo pueblo? ¡Imposible e impensable! Y hasta podrían surgir dudas sobre la cordura de quién esto escribe.

No obstante, aparentemente hubo allí, al menos en una oportunidad, una "silla eléctrica" o algún trebejo similar o parecido.

Pero mantengamos la calma. Esta pequeña humorada inicial se aclara muy sencillamente, como lo veremos en seguida. Como es de suponer, no se trataba precisamente de un temible artefacto destructivo.

Ahora trataré de relatar los hechos, que fueron considerados por muchos como una broma o chascarrillo, realizado por desconocimiento, irreflexiva e irresponsablemente y que, por fortuna, no tuvieron consecuencias perjudiciales.

En su momento, la situación pudo parecer graciosa o humorística, pero en las actuales circunstancias constituiría un hecho muy peligroso y arriesgado, que nunca debería repetirse.

Como antecedente diré que, como pude observarlo personalmente, en Villa Clara el servicio eléctrico era insuficiente. La vieja, cansada y débil usina pueblerina (de corriente continua) funcionaba pobremente. Las antiguas lamparitas apenas se encendían, parpadeaban, daban muy poca luz y el servicio se interrumpía a medianoche hasta el día siguiente.

Los hechos que expondré ocurrieron en el céntrico y concurrido "bar notable", extrañamente denominado "El Dólar de Plata" (apelativo que recordaba las historias del Lejano Oeste norteamericano, aunque en Villa Clara no se veían cowboys por ninguna parte), del Sr. Suze Goldman. El mismo estaba situado en la avenida principal de la villa.

Por la débil electricidad pueblerina, algunos decían que en ese bar los refrescos no se servían muy fríos, y los helados (pude probarlos) eran algo así como una extraña masa dulzona semilíquida, sin sabor definido, muy distintos de los actuales.

Allí, en esa especie de "foro clarense", mucha gente conocida se reunía para mantener largas y animadas conversaciones o jugar al dominó o a los naipes.

Según relatos de concurrentes asiduos, la bebida más solicitada era el café express, que se servía negro y fuerte en pequeños pocillos blancos. Para endulzarlo, venía acompañado con azúcar en cubitos, envueltos de a dos en papel blanco muy delgado con letras en colores. Aún recuerdo que las principales marcas de los cubitos eran Hileret o Méndez.

Veamos ahora el tema central de esta nota. Cierta vez, accidentalmente, un parroquiano advirtió que la heladera eléctrica del bar del Sr. Goldman funcionaba mal: tenía una pequeña, pero peligrosa, pérdida de electricidad, que se percibía al tocar las manijas metálicas de apertura de las puertas.

De ese hecho surgió una "broma" (riesgosa e irrepetible), que consistía en que algún chistoso audaz se sentaba cómodamente en una de las sillas de madera, cercana a la heladera.

Cuando un amigo o conocido ingresaba al local, el bromista lo saludaba y le extendía cordialmente la mano, mientras disimuladamente levantaba los pies del piso y tocaba con la otra mano la heladera.

Entonces, la corriente eléctrica pasaba sin dolor por el cuerpo del bromista y el recién llegado recibía inesperadamente, a modo de bienvenida, una débil descarga eléctrica, que lo sacudía y asustaba.

Demás está decir que inmediatamente, los electrizados, temblorosos y sorprendidos visitantes, mientras se frotaban el brazo y verificaban su integridad física, emitían rápidas e inesperadas respuestas. En ellas, aportaban una variada y sugestiva selección de floridos comentarios, muchas veces calificando a los ancestros del chistoso, de gran valor para la cultura popular. Todo este dislate provocaba la hilaridad de los presentes.

Pero, ¿cómo terminó todo esto? Por supuesto, esa peligrosa e inadmisible tontería duró poco tiempo. Cuando la heladera fue convenientemente reparada, todo finalizó y pasó a la historia.

Y, finalmente, teniendo en cuenta la condescendencia y afabilidad de la sociedad pueblerina, no dudo al pensar que toda esta travesura se convirtió en un ameno recuerdo lugareño, con sonrisas y sin rencores.
___________________
Norberto I. Schinitman
nschinitman@gmail.com

Más leídas de la semana

Más leídas del mes

Más leídas del año

Más leídas históricas