Antes de convertirse en un drama había sido la historia de un primer amor. La historia de Guillermo y Norma, un chico y una chica de 13 años que vivían uno enfrente del otro en Arroyo Dulce, uno de esos pueblos en pausa a la vera de una ruta. La vida de dos noviecitos que cayeron del idilio a los 17 y de golpe, cuando se enteraron de que Norma estaba embarazada y entendieron la urgencia de pensar juntos un plan de fuga.
Lo primero que hicieron fue alejarlos: mientras el embarazo avanzaba, la familia de Norma decidió irse del pueblo e instalarse en Rojas, provincia de Buenos Aires, a 70 kilómetros de distancia. “Pero nos seguíamos encontrando a escondidas, yo le acariciaba la panza”, cuenta ahora a Infobae Guillermo Di Santo, que ya no es aquel adolescente sino un hombre de 62 años.
“Sospechábamos que se iban a llevar al chico, que la madre iba a hacer lo imposible para sacárselo, por eso habíamos decidido que nos íbamos a escapar”, sigue. Esther, la hermana de Norma, también era parte del plan: la idea era esperar a que el bebé naciera, robárselo del hospital y esconderse en una estancia para que Guillermo y Norma tuvieran, después, un lugar seguro para criarlo juntos.
“Ahí me dice desesperada ‘¡me lo sacaron!, ¡me lo sacaron!’. Al principio no le creí nada, le dije ‘¿cómo lo vas a dar?, ¡cómo!’. Después me enteré de que era verdad, se lo habían sacado de las manos”. El plan de la hermana de Norma de llevarse al recién nacido del hospital antes de que lo entregaran y esconderse en una estancia había quedado trunco: “El padrastro se había enterado y la había cagado a trompadas”.
No sabe si fueron dos, si fueron tres, pero Guillermo volvió a la pensión en la que vivía y lloró durante varios días seguidos. El impacto había sido tan grande que su relación con Norma, además, había terminado.
“Volví a encontrarme con ella en un boliche un año después. Me miró, nos abrazamos y me dijo: ‘Hoy es el cumpleaños de nuestro hijo’. Lloramos en el boliche abrazados y nos volvimos a separar”, recuerda Guillermo, y se traga la angustia.
Guillermo no tenía ni la menor idea pero en Salto, a sólo 33 kilómetros del pueblo en el que había nacido y muerto aquel primer amor, su hijo crecía junto a otra familia y con otra identidad: ya no era Mariano Di Santo sino Marcelo Doménica.
“Tuve suerte, porque tuve una infancia feliz”, arranca. La primera gran mentira se la dijeron sus “padres adoptivos” -así los llama, aunque sabe que no fue una adopción legal- cuando tenía 6 o 7 años. “Me acuerdo que yo había desparramado todos los juguetes y me dijeron ‘vení a upa que tenemos algo que decirte’. Ahí me contaron que mis padres biológicos habían muerto en un accidente aéreo”.
Por qué inventaron algo tan trágico es todavía un misterio. ¿Para qué no imaginara que podían estar vivos? La cuestión es que el pequeño Marcelo lloró pero no por la supuesta tragedia aérea: “Me agarró un miedo terrible a que no me quisieran, si ya había perdido a unos padres no podía perder otros”.
El psicólogo citó a sus “padres adoptivos” y les pidió que le dijeran la verdad. Si Marcelo había nacido en 1977, sus padres biológicos habían muerto en un avión y existía algo llamado “los vuelos de la muerte”, le sobraban argumentos para sospechar que era hijo de desaparecidos. Pero no sólo no se la dijeron: la urgencia de Marcelo por saber llevó a sus “padres adoptivos” a inventar “mentiras para tapar otras mentiras”.
Tenía 16 o 17 años y había entrado en otra crisis cuando su “papá adoptivo” cambió la versión: “Me dijo que en verdad era un hijo extramatrimonial. Que yo no era hijo de mi mamá pero él sí era mi papá biológico”. Marcelo le creyó, aunque intuyó algo raro: “El amor que se tenían entre ellos era enorme, era muy difícil imaginar que él la hubiera engañado, que hubiera tenido una familia paralela”.
“Me dijo que me habían golpeado cuando era recién nacido, que me habían querido tirar, cosas así. Mi mamá adoptiva también tenía un odio visceral contra esa familia, siempre decía lo mismo: ‘Nunca se entrega a un hijo’”.
Marcelo, sin embargo, no quiso saber nada en ese momento, y dejó enfriar el tema. Las viejas dudas resucitaron cuando tenía 37 años, aunque el análisis de ADN volvió a cerrar la puerta: no, tampoco era hijo de desaparecidos.
Cuando quedaron atrapados en un callejón, Marcelo se dio vuelta: su mamá se había pegado un tiro. Cuando le tendió la mano a su papá para mostrarle que había roto el parabrisas y que por ahí podían escapar, el hombre le contestó: “No, yo me quedo con ella”.
Veinte días después del sueño, a Marcelo le avisaron que su “mamá adoptiva” estaba en terapia intensiva. Había sufrido una complicación respiratoria producto de un cáncer fulminante. Marcelo, que ya había hecho un sinfín de terapias para sanar su historia, aprovechó ese limbo para decirle dos cosas: “Que la amaba y que la elegía como madre”.
La mujer le dejó el mismo amor pero se llevó el secreto. Murió el 16 de septiembre de 2019 en Chacabuco. Al día siguiente, su padre adoptivo amaneció con dolor de estómago.
“Cuando volví de la farmacia, las persianas estaban bajas, la casa herméticamente cerrada. Él estaba recostado en el suelo con un almohadón, las perras estaban jugando por la casa”. Creyeron que se había caído y quisieron levantarlo pero no: un día después de la muerte de su madre, había muerto su padre.
Nadie lo podía creer: los familiares que acababan de irse del velatorio de la mujer tuvieron que volver. Los vecinos que llamaban al viudo para darle las condolencias terminaban dándole el pésame al hijo por las muertes de los dos.
Era claro que el secreto iba a sostenerse mientras alguno de los dos estuviera vivo. La casualidad hizo que murieran con un día de diferencia, lo que puso fin -literalmente de un día para el otro, a la saga de mentiras. Fue en uno de esos pésames que Marcelo se enteró de la verdad.
“Yo siempre le dije a tu papá que te dijera la verdad. ¿Por qué te dijo eso? Yo no podía pasar por encima de ellos, pero si vos me preguntabas yo te lo decía”. Su madrina no sabía versiones: había sido, en cambio, un eslabón clave de la historia.
“Ella se había enterado de que la familia de una amiga estaba por entregar a un bebé, y había un matrimonio en su familia que necesitaba un hijo. Enganchó las dos cosas, ella fue el puente pero nunca avaló la mentira”.
Fue su madrina quien le contó, además, que durante todos esos años había sufrido en silencio cada vez que él iba a visitarla: “¿Por qué? Porque mi mamá biológica vivía a dos cuadras, después se mudó a la vuelta. Dijo que muchas veces yo estaba ahí y mi mamá pasaba por la puerta. Parece que siempre estuve más cerca de ella de lo que podría haber imaginado”.
Su madrina le pidió unos días para averiguar más y volvió con tres datos. Norma, su mamá había muerto tres años antes: cáncer de hígado. Esther, la tía que había planificado escapar con él y esconderse, estaba viva. También tenía un padre, “que es re joven e igualito a vos”.
Habían pasado 42 años del plan de fuga trunco cuando la hermana de Norma atendió a la madrina. “Cuando escuchó de qué le querían hablar dijo ‘basta con esa historia, ya bastante daño nos hicieron cuando nos sacaron a ese chico’, pero mi madrina la interrumpió: ‘Es que ese chico está acá afuera’”.
Están juntos en Correa, Santa Fe, recuperando en cada visita el tiempo perdido. “Cuando lo vi a él y cuando pude ver la foto de mi mamá, me encontré, me pude ver en alguien por primera vez”, se despide Marcelo. Su papá, a su lado, no puede hablar de la emoción.