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Por Mercedes Funes (Infobae)
“Ayer me pasó algo increíble…”, arranca el tuit de Diego Pais. Lo escribió el martes pasado a las tres de la tarde y ya suma cerca de 70 mil likes. Diego es periodista, tiene 31 años, y mientras busca espacio en televisión y radio para su programa sobre las categorías menos difundidas de fútbol del interior del país –se emitió en las señales TNT y América Sports–, trabaja como asesor comercial de una obra social para mantenerse. Todo es parte de la misma rueda.
El lunes 11, después del trabajo, Diego jugó a la pelota con sus amigos y perdieron ante un rival conocido contra el que ya tenían pica. Volvió a su casa “masticando bronca”, se cocinó, comió, y sacó a pasear a su perrito Fili. Todo eso lo cuenta en el posteo que se viralizó, aunque hasta ahí no se lea nada inusual.
Era la 1.30 de la mañana en el barrio de San Cristóbal, y vio a un grupo de chicos en la parada del colectivo, sobre la avenida Independencia. Nada inusual tampoco. Pero cuando volvió a su casa, veinte minutos más tarde, de aquel grupo de cuatro o cinco, sólo quedaba uno que se le acercó con cara de susto: “¿Sabés si el 23 pasa durante la noche?”, le preguntó. Diego dijo que no. “¿Sabés cómo puedo ir a Constitución?”
Ahí fue cuando lo miró mejor, cuando lo pudo ver. Diego enumeraba alternativas –”el 160, el 79, caminar hasta alguna de esas paradas…”–, y lo ayudaba a chequear en Google maps, algo que el chico hacía con dificultad porque –le dijo– estaba usando un teléfono prestado: al suyo se lo habían robado; además, casi no le quedaba batería y no podía comunicarse con su casa. Enumeraba, pero lo seguía mirando: su angustia era genuina, ¿cuántos años tendría?
En la puerta del edificio, el chico temblaba. No sólo de miedo. De frío. Tenía la ropa mojada. Le preguntó si era seguro esperar en Congreso o en Constitución. Diego volvió a mirarlo, pero a los ojos. “Estaba regaladísimo –le dice a Infobae–. Y entonces pensé: ‘Puede ser mi sobrino’. No tengo hijos, pero podía ser el hijo de otro, el de cualquiera. ¿Si yo no ayudo a este pibe y le pasa algo, qué hago mañana con el cargo de conciencia?”
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Pasó la tarde entera pelando papas. Cinco bolsas. Sin saber siquiera cuánto iba a ganar. Pero eso no le preocupaba. “Me dijo que estaba a prueba y que había atrasado a todos los compañeros. Que había salido a las 12 de la noche caminando. Cuando yo lo encuentro ya eran casi las dos, o sea que habían pasado dos horas. Pensé: ‘¿Eso tiene que hacer un chico de 18 años que no vive en la Capital y recién empieza para ganarse el mango dignamente? ¿Pasarse el día viajando? ¿Volver a la madrugada muerto de miedo?’” Diego volvió a mirarlo y ya no lo pensó más. “Te llevo yo hasta la parada”, le dijo. Le avisó a Ari, su novia, subieron al auto, y fueron los tres hasta el 160.
Juan llegó a su casa dos horas más tarde y se encontró a su mamá, Mariela, desesperada. Mariela le dice ahora a Infobae que todavía está agradecida por el gesto de Diego y Ari, aunque su primer impulso cuando su hijo le dijo que se había subido al auto de un extraño, fue asustarse todavía más. No hace falta más que entrar al chat que tienen con los vecinos de su barrio para saber las cosas que pasan todos los días por mucho menos, y Juan es su único hijo.
Un hijo que creció muy mimado por toda su familia, su marido –Juan Carlos, que no es el papá de Juan, pero lo quiere como si lo fuera–, sus abuelos, sus tíos. Todos orgullosos de ese chico que se recibió el año pasado y cómo no tenía muy claro qué carrera seguir, decidió tomarse este año para pensar en su futuro y sumar experiencia en su currículum. Juan Carlos es electricista y hace una semana reparó el motor en el restaurante de Once en el que después tomaron a Juan. Le dijeron que necesitaban un bachero: era una oportunidad.
“Pero en realidad el trabajo que le habían ofrecido era para la mañana y la tarde, por lo que iba a estar de vuelta en casa antes de que se hiciera de noche –cuenta Mariela–. A último momento del domingo se lo cambiaron para que entrara a las 12 del mediodía y nosotros no queríamos, porque a Capital siempre vamos juntos, pero nunca fue solo, y menos a la noche. Pero él estaba entusiasmado, y nosotros somos de respetar mucho sus decisiones. Así que lo ayudé a buscar los colectivos para ir y cuando me estaba fijando en las opciones que tenía para volver me dice: ‘No, dejá que yo busco cuando esté allá’”.
No contaba con que se iba a pasar ocho horas pelando papas y eso no le iba a dejar tiempo para nada más. “Le dije: ‘Ojo, qué no te vean que estás como perdido, porque después no sabés quién te puede aconsejar’. Y lo que pasó es que él se bloqueó, porque nos podría haber llamado a mí, al tío, al abuelo… Tuvo mucha suerte, tuvimos suerte de que lo encontrara a Diego”.
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La verdad es que en su familia a todos les hacía ruido un trabajo tan sacrificado y tan lejos. Sobre todo a su abuelo Enrique. No quería que su nieto saliera tan tarde y menos sin teléfono. Es que cuando hace dos años le robaron el suyo, Juan no quiso que se lo repusieran. Le dijo a su mamá que no se preocupara porque total en la pandemia no lo iba a necesitar, que él podía hacer sus tareas con la computadora. El lunes salió con el celular de Juan Carlos por cualquier cosa, pero no sabía usarlo más que para las funciones básicas.
“En mi casa no tenía la exigencia de trabajar, pero es algo que vi toda la vida. Mi mamá es ama de casa y mi papá electricista, y yo siempre los vi esforzarse. Quería ganar mi propia plata, sentí que había llegado el momento de independizarme”, le dice a Infobae. También dice que siendo hijo único “podría ser un malcriado o un egocéntrico”, pero le dieron “buenos valores”. Eso fue lo que vio en sus ojos Diego: los valores de un chico bueno.
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Fueron dos horas de viaje hasta llegar al restaurante: se tomó el 160 hasta Claypole, de ahí el tren hasta Constitución, y de ahí el 2 a Congreso. El primer impacto fue la gente. Toda esa gente, tanta. “Me sentí chiquito, mucho más chiquito, como que el mundo era enorme”, dice Juan. Después tuvo que dar vueltas hasta que se hiciera la hora para entrar al restaurante, para llegar y encontrarse con las cinco bolsas de papas para pelar.
Cuando terminó esa tarea le tocó limpiar el local y no había llevado ropa para cambiarse. Por eso estaba todo mojado esa noche: “Yo ese primer día había ido con jeans, zapatillas y una camisa. Y con el trabajo de bachero me empapé. Entonces mientras esperaba en la parada, no sólo no sabía cómo iba a volver, sino que cada vez tenía más frío”, cuenta.
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Después, lo que supimos todos. Diego y su novia lo llevaron hasta la parada del 160 y esperaron a que llegara el colectivo para que se fuera tranquilo. Juan llegó a su casa sano y salvo y le avisó que estaba bien a su providencial ángel de la guarda. Al día siguiente, Diego contó la historia en sus redes y miles nos emocionamos. Algunos, incluso, hicieron más que eso: le ofrecieron empleo más cerca de su casa.
De todos modos, Juan volvió a trabajar al restaurante el martes y ya no se perdió. Le mandó un mensaje a Diego contándole que había aprendido a viajar y había hecho todo el trayecto sin problemas. El segundo día había sido mucho mejor: “Tardé sólo dos horas y media en pelar las papas y eso me motivó”. Fue también el miércoles y el jueves, y todos los días se comunicó con Diego y Ari, casi como si fueran sus nuevos tíos en Buenos Aires.
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Ayer Juan empezó a trabajar en un lavadero en Lomas, una zona que conoce y le queda a cuarenta minutos de viaje. El trabajo es de 8 de la mañana a 7 de la tarde, y los domingos es opcional, pero hoy también fue. Tiene ganas. Dice que esta semana aprendió que el mundo es mucho más grande de lo que pensaba desde atrás de la compu, que siente que “mientras uno se esfuerce, las cosas suceden”, y que le “llegó al corazón tanto cariño de la gente”.
Dice también que ya se imagina haciendo cosas “más importantes”, estudiando algo que realmente le guste o abriendo su canal de youtube. Aunque por ahora está enfocado en acumular experiencia. Toda la que pueda. Por ser la primera semana, parece haberlo logrado con creces.