“ME PUSIERON UN SAQUITO AZUL Y ME CAMBIARON POR UNA CRIATURA MUERTA”


Erica era muy chica pero recuerda la escena con nitidez. La recibió un matrimonio y en la misma habitación había una niña o un niño sobre una cama, con los ojos cerrados. Se quedó viviendo con esa familia desconocida pero lo que siguió fue el horror. Ahora, 50 años después y a más de 1.000 kilómetros de donde le robaron la infancia, cuenta su historia por primera vez

Por Gisele Sousa Dias (Infobae)


Hay un primer recuerdo pero es tan borroso que parece el retazo de un sueño raro. En el fragmento Erica es chiquita y hacia adelante sólo ve un camino largo, de tierra. Alrededor hay campo y, atrás, en el medio de la nada, una casita de madera con una tranquera.

Hay un segundo recuerdo en la fila pero éste, de borroso, no tiene nada: Erica tiene 3, a lo sumo 4 años. “Entramos a otra casa, también de madera”, describe a Infobae Erica Tomczak y para recuperar los detalles achina los ojos y mira a un punto fijo, como un francotirador.

Es un día cualquiera entre 1967 y 1968, acaba de entrar a la casa con un hombre a quien no conoce y como ella es chiquita y el hombre alto lo recuerda de abajo hacia arriba: tiene botas, jean, anteojos y sombrero. Ella no lo sabe pero la casa en cuestión está en Alem, una pequeña ciudad al sur de la provincia de Misiones.


“Apenas entramos vimos que había una pareja. La mujer se llamaba Elsa y era mucho más joven que el hombre, 35 años tendría. Tenía trenzas y ropa larga“, describe. “El hombre era un anciano, tenía el pelo muy blanco. No estaban solos”.

Y sigue: “Había una criatura tendida sobre una cama, tendría más o menos mi misma edad, 3, 4 años”. Erica era chica y no entendió qué estaba pasando, sólo sumó más retazos que recién pudo empezar a coser con el correr de los años.

“La criatura tenía los ojos cerrados y llevaba puesto un saquito azul. Apenas entré a la casa, la mujer de trenzas le sacó ese saquito, se acercó y me lo puso”.

Lo que siguió fue una mudanza a Oberá, también en Misiones, y los nuevos vecinos dieron por hecho que Erica era hija de esa pareja.

“Yo siempre me acordé de esa criatura en la cama, así que durante años pensé que tenía un hermano”, cuenta ella. Pero no era un hermano ni estaba durmiendo el día en que lo vio. “Me enteré mucho tiempo después: ese día me cambiaron por una criatura muerta”.


Lo lógico sería pensar que si alguien se apropia de una niña tras la pérdida de un hijo desea cuidarla, construir una familia aún a pesar del delito. Pero no fue eso lo que pasó, ni remotamente.

“Ella, Elsa Kopp, me trató siempre muy mal. Me zamarreaba donde podía, me pegaba. Tanto, que a medida que fui creciendo empecé a sospechar. Pensaba ‘no puede ser mi mamá real. ¿Cómo me va a tratar así?’”. Erica, de hecho, se recuerda a sí misma en una casita con piso de ladrillos diciéndole a un conocido de la familia: “’No es mamá, es vieja fea, quiero a mi mamá'. Yo buscaba a mi mamá todo el tiempo”.

El hombre -Juan Oto Tomczak, el anciano de pelo blanco- sí la cuidaba. “Él también fue mi apropiador, los dos, pero él me quería, me llevaba a la escuela. Los pocos años que vivió trató de darme todo, a él sí lo consideré un padre”.


Medio siglo después, esos recuerdos apilados la hacen llorar. Llorar incluso ahora que tiene -o se supone que tiene- 57 años y vive en Longchamps, en Buenos Aires, a más de 1.000 kilómetros de todo aquello.

“Cuando yo tenía 7 años ella me empezó a llevar a la casa de un hombre gordo, un carpintero de apellido Weynheimer que abusaba de mí. Yo siempre le decía que no quería ir pero ella me contestaba ‘vos vas a hacer lo que yo te digo porque sos una bastarda, yo te saqué de la basura, nadie te va a creer”.

Erica no se animó a contarle a nadie lo que le estaba pasando, ni siquiera a quien hacía las veces de su padre. “A él también lo maltrataba mucho esta mujer, lo insultaba, lo agredía todo el tiempo, no sé qué hubiera podido hacer. Yo me hacía pis y caca en el jardín, nadie se daba cuenta, los otros chicos se reían de mí”.

En 1973, cuando tenía 8, 9 años, el “padre”, que ya había pasado los 90 años, murió, por lo que la pequeña Erica quedó todavía más a la deriva.


“Cuando murió él los abusos sexuales siguieron y ya no fui más al colegio. Ella no quería que me acercara a nadie, no quería que tuviera amistades, decía que yo estaba enferma, que tenía un retraso, una enfermedad contagiosa. Entonces las nenas me rechazaban, gritaban que tenía una enfermedad y salían corriendo”.

Lo que cuenta es una seguidilla de espanto, una escena peor que la otra.

La tarde en que su supuesta madre la llevó a vivir a la casa de unos parientes que luego la acusaron de haberles robado y la encerraron en una pieza con un balde para que lo usara de baño.

La madrugada en que se escapó, se refugió en un cementerio sueco y pasó la noche en un mausoleo vacío.

La mañana en que terminó contando todo en la comisaría de Oberá.

El mediodía en el que los policías asumieron que la nena estaba fabulando y la mandaron de vuelta con “la madre”.


“Yo tenía tanta bronca que empecé a pelearme con todos, me agarraba a las piñas con otros chicos porque se burlaban de mí”, cuenta ahora. Y fue en ese contexto que encontró otro grupo de pertenencia.

“Yo empecé a juntarme con unos chicos que vivían en un ranchito. La verdad es que con ellos me sentía aceptada, eran mis únicos amigos”, recuerda. “Pero esta mujer odiaba a la gente pobre, decía que eran todos unos negritos”.

Erica recuerda que se mudaban seguido y dos cosas concretas que le había confirmado un amigo de la familia. Una, que Elsa Kopp no era su mamá biológica. La otra, que efectivamente la habían llevado en reemplazo de la criatura que había muerto.

Con esa información, Erica empezó a hacer preguntas y la vida familiar -si es que se puede llamar “vida” y si es que se puede llamar “familiar”- se tensó todavía más.


“Yo le decía ‘¿vos no sos mi mama, no? ¿por qué no me decís quién es mi mamá?’. Y ella me contestaba ‘¿qué andás averiguando? En algún momento me voy a deshacer de vos’”, recuerda Erica, con más furia que tristeza. “La otra cosa que me decía era ‘yo soy tu mamá, y agradecé, porque no tenés donde caerte muerta’. Esta mujer sostuvo la mentira hasta su muerte”. Y murió recién hace dos meses, a los 93 años.

En el siguiente recuerdo Erica tiene unos 11 años. “Me mandaron a un patronato en Posadas, era como una cárcel de menores. Yo creo que me encerró ahí para que no averiguara más y no se supiera lo que me había hecho”.

El lugar no era un Hogar para niñas, menos un refugio. “Nos levantaban a las 4, 5 de la mañana, nos daban un pedazo de pan con un mate cocido sin azúcar y nos hacían limpiar todo. Había muchas chicas de la calle. ¿Qué comíamos? Íbamos a un mercado a buscar huesos y la verdura que ya estaba para tirar y hacíamos sopa”, describe. “Una comida por día”.

Cuando dice “lo que me habían hecho”, Erica se refiere a la sustitución de su identidad. “Porque no sólo me cambiaron por la criatura muerta sino que falsificaron mis documentos, porque mi partida de nacimiento es claramente falsa”.

La partida en cuestión no dice dónde nació -ni la ciudad ni si fue en un hospital- y en los datos de su supuesta madre dice: “Profesión: quehaceres domésticos”, “domicilio: casa de su esposo”.


La forma que Erica encontró de salir de ese patronato fue ofrecerse para trabajar en una casa de familia de mucama y niñera cama adentro. “Gratis, a cambio de la comida. Yo tenía 13 años”.

Todavía era adolescente cuando conoció a quien luego fue el padre de sus hijos y se instaló en Buenos Aires, donde vive ahora, junto a su hijo menor.


Después

Erica se llama Erica en sus documentos legales pero dejó de usar ese nombre hace tiempo y eligió ser, para el mundo y en sus redes sociales, Angi. También dejó de festejar su cumpleaños el 8 de octubre y se inventó un día: el 23 de abril.


“Ellos me mataron en vida, me quitaron mis sueños, mis ilusiones, mi infancia”, repite a Infobae. “No mantener esos datos falsos es una forma de ser yo, al menos no soy lo que ellos quisieron que fuera”.

A lo largo de las décadas que siguieron, Erica terminó el secundario, empezó a estudiar Derecho pero dejó. “Se me hace muy difícil seguir cualquier cosa que empiezo, siempre hay como una pared que no me deja avanzar”, dice, con la mirada atravesada por la angustia.

Volvió a Misiones para tratar de averiguar algo sobre su mamá biológica. Preguntando, llegó a una versión: que el apellido de esa mujer era Lewin, y que se supone que está enterrada en el cementerio de Leandro N. Alem.

“Lo que creo es que a mi mamá la llevaron a Misiones y allá le robaron a su hija, o sea, a mí, pero la verdad es que no lo sé”, hilvana. Cree, en esa línea, que vivió con ella en esa casita de madera con tranquera del primer recuerdo borroso.


Cree, además, que su padre biológico era un hombre llamado Isidoro Tetling, y no por rumores. “Era un hombre alcohólico que iba a la carpintería donde me abusaba ese hombre gordo. Él mismo me dijo que Elsa no era mi mamá y que él era mi padre”.

Pasaron décadas, el hombre murió y para saberlo, Erica presentó un pedido a la Defensoría del Pueblo de la Nación que la entidad tituló “solicitud de paradero”. Pero la única forma de avanzar es exhumando el cuerpo, por lo que aún no hay novedades. “Igual sé que él era un monstruo. No lo voy a aceptar nunca como un padre”, se despide.

Y no es eso lo que busca. “Para mí es terrible levantarme todos los días con una identidad que no es mía. No saber, casi a mis 60 años, quién era mi familia. Estoy agotada, muy agotada. Lo que busco no es una madre, tampoco un padre: lo que necesito es cerrar esta historia para poder vivir”.

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