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Foto ilustrativa |
Por Alejo París (Especial para ANALISIS)
“Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”.
Jorge Luis Borges, Elogio de la sombra (1969)
Hay eventos del pasado que irrumpen en el presente sin pedir permiso. Voces sin mordaza, ecos que se niegan a callar, fantasmas del ayer. Sentencias inapelables.
Un aroma. Un sabor. Un sonido. El calor surrealista que derrite los relojes, el imbatible tiempo conociendo la derrota. La reescritura constante de la célebre secuencia de Marcel Proust: una magdalena que condensa un fragmento del pasado, un protagonista que la humedece en té y roza con ella sus labios. La memoria derrota al olvido.
Los recuerdos son espejos rotos que siguen reflejando, de manera fragmentada, un pasado que no se ha ido. Son esquirlas de nuestra historia que hieren en el presente. Recordar duele, aunque la memoria sea selectiva sobre los buenos momentos, aunque distorsionemos un recuerdo cada vez que lo evocamos. Duele porque hacemos consciente nuestra limitación para modificar lo inmodificable, o para detener el tiempo donde creímos que debía detenerse para siempre. Los pedazos de espejos están ahí, para reflejar lo que el olvido se empeña en destruir.
Pedro Miguel Vergara lo sabe. Hoy, vive en Gualeguaychú y en democracia. Nació en enero de 1962, también en democracia, pero en una que ya había iniciado su cuenta regresiva. Al Presidente Arturo Frondizi le quedaban algo más de tres meses para marchar a la isla Martín García, infame signo contra la democracia argentina. Pedro tenía cuatro cuando la noche de los bastones largos, siete cuando fue el cordobazo, once cuando volvió el general, catorce en la noche de los lápices y veinte en la guerra.
Fue conscripto del servicio militar obligatorio y durante la Guerra de Malvinas sirvió a la patria en el batallón 5 de Infantería de Marina. Hoy vive en Gualeguaychú, pero en aquel momento en Rosario del Tala. Iba a un colegio técnico, pero pasó al bachillerato del colegio nacional, pensando en que estudiaría derecho. Cuando no estudiaba, trabajaba en el depósito de una distribuidora. Sin embargo, fue sorteado para hacer el servicio militar obligatorio en la Armada y la dinámica ordinaria de las cosas se fracturó. Después de Malvinas, ingresó a la escuela de oficiales de la Policía de Entre Ríos, donde prestó servicio durante 32 años y se retiró de la fuerza como comisario general.
Llegar a Pedro fue sencillo: un contacto en común, el chat de whatsapp para coordinar. Lo difícil fue llegarle.
En una charla de casi dos horas, narra su participación en la Guerra de Malvinas. “Yo me recuerdo”, dice al iniciar cada respuesta. Lo que se puede confundir con un regionalismo, puede ser en realidad el reflejo verbal de quien se resiste a claudicar frente al olvido. “Yo me recuerdo”, dice Pedro, y parece un conjuro para hacerme desaparecer. Yo dejo de existir, la entrevista no existe. En ese momento, la conversación fluye entre ellos. Son dos Pedros: el comisario reiterado de 62 años, en Gualeguaychú, y el conscripto de Rosario del Tala, que con 20 años fue a defender la patria. El joven del pasado le susurra al experimentado del presente, para que no olvide. Sus palabras, aquí, son un eco que me llega de ese diálogo entre ellos.
Fue sorteado para hacer el servicio militar obligatorio en la Armada. Junto con otros 16 entrerrianos, Pedro fue enviado al Centro de Incorporación y Formación de Conscriptos de la Infantería de Marina (Cifim), en La Plata. Era abril de 1981, faltaba un año para una guerra de la que no había indicios. En la Plata estuvieron dos meses. De ahí, Pedro fue asignado al Batallón de Infantería N° 5 de Río Grande, en Tierra del Fuego. Más allá de la instrucción recibida en La Plata, fue ahí donde inició la experiencia como conscripto.
Al iniciar el conflicto por Malvinas, a Pedro le faltaban dos meses para que le otorgaran la baja. De todas maneras, aunque tiene claro que “a diferencia de los militares, él no eligió estar ahí”, manifiesta su orgullo por haber estado en Malvinas.
Cuenta Pedro que el 2 de abril, desde un lugar en el paso de San Sebastián (frontera con Chile), escucharon en una radio chilena que habíamos recuperado las islas. Aunque advierte: “los chilenos decían que habíamos invadido las islas”. Entonces, en medio de un fogón y enterrados en una nieve que cubría casi la totalidad de sus botas, un puñado de hombres emocionados que empezaban su tránsito al heroísmo improvisaron una formación y entonaron las estrofas del himno de nuestra patria. Habrán imaginado, mientras, la bandera argentina flameando en el viento de Puerto Argentino.
La nieve, el frío y el viento helado ya eran parte de la vida de todos esos hombres del Batallón 5 de Infantería de Marina. Estaban aclimatados, ese fue su boleto a Malvinas. “De regreso al batallón, nos reunieron en la plaza de armas y el comandante nos comunicó que nos enfrentaríamos contra una de las fuerzas más peligrosas del mundo y que posiblemente muchos de nosotros moriríamos. Nos dijo que quien no estuviera en condiciones de cruzar a Malvinas diera un paso adelante. Nos dijo que nadie sería tratado de cobarde, pero que se tendría en cuenta lo que dijera para relevarle de la obligación de cruzar a las islas. Nadie se movió”.
La agrupación a la que pertenecía Pedro fue asignada a Sapper Hill, en la Isla Soledad, a 120 metros por encima del nivel del mar. “El 28 de abril hubo un intento de desembarco y fue mi bautismo de fuego. Ahí fue donde tuve noción realmente de lo que era una guerra. Yo soy muy creyente y me ayudó mucho creer que Dios me protegía. El bombardeo iluminó la noche, parecía que era de día. Todavía siento el retumbar las bombas que venían desde 14 km a nuestra posición. Si me hubiera quedado dentro de mi carpa, pensando que iba a estar protegido, hoy no estaría acá. Una de las bombas cayó directamente sobre mi carpa y perdí todo lo que tenía en las islas. Vivíamos en la incertidumbre de no saber si íbamos a seguir con vida al día siguiente. Era tal el bombardeo que no podíamos hacer nada, ni auxiliar a los caídos. No nos podíamos defender, nosotros disparamos a 1 km y medio y ellos nos tiraban desde 14 km. Era una acción psicológica, sistemática y retirada, hasta doblegarnos. Todo esto queda en algún lugar nuestro para siempre. Todas las mañanas hay algo, un olor o un sonido, que me lleva a Malvinas”, se sincera.
“Gran Bretaña tenía soldados profesionales, nosotros teníamos soldados conscriptos por el servicio militar obligatorio y otros que eran militares de carrera. Cuando nos tomaron prisioneros, algo nos llamó la atención dentro de la tropa enemiga: ellos eran rubios, de ojos verdes. Pero había uno que era como nosotros. Supimos que era un mercenario santiagueño, que se había ido de chico a Inglaterra y se había hecho militar”, relata entre el asombro y la incredulidad.
“Hay mucha gente que no entiende o no quiere entender que nosotros no éramos profesionales de la guerra y no teníamos las mismas posibilidades que la potencia del mundo a la que nos estábamos enfrentando, pero eso tampoco significa que nosotros fuéramos un puñado de chicos derrotados y llenos de miedo”. El comentario de Pedro sirve para concientizar y cuestionar el proceso desmalvinizador, palabra que el procesador de texto que uso para escribir estas líneas no reconoce y marca como error y que, entre otras cosas, influyo para que el número de suicidios en la posguerra supere al de los caídos en combate.
Reliquias de la guerra
Además de lo que la psicología reconoce como estrés postraumático, el proceso desmalvinizador que buscó arrastrar al soldado argentino por el barro de la derrota ha tenido efectos devastadores en nuestros héroes. Pedro refiere a un caso puntual, el nombre de un conscripto entrerriano que el centro de combatientes y veteranos de Concepción del Uruguay tomó en homenaje: Daniel Sirtori. Su caso tuvo repercusión nacional hace pocos años, cuando un militar inglés llegó hasta su Chajarí natal para restituirle a su hija el casco le había pertenecido en la guerra.
“Un día, me llega una foto por whatsapp y me avisan que va a ser algo fuerte. Era el casco y veo que en su interior dice ‘Sirtori’. Al comparar la letra con otros escritos de mi papá, pudimos notar con claridad que era la misma. Además, él fue el único con ese apellido en la guerra de Malvinas. Era el casco de mi papá”, rememora con emoción Virginia, la hija de Daniel. Cuenta también que le habían dicho que el casco estaba en manos de un soldado inglés que había manifestado su deseo de llegar hasta Chajarí para devolverlo. “Yo no lo podía creer”, afirma.
Mark Eyles Thomas llegó desde Inglaterra acompañado por su esposa. “Teniendo en cuenta la circunstancia emotiva, pero también que somos culturas distintas, teníamos cierto reparo respecto de las demostraciones de afecto. Pero ni bien nos vemos, él me abrazó y lloró”, recuerda Virginia, como quien revive la emoción de ese momento. “Mi mamá me dice que si papá hubiera estado vivo para recibir el caso, se hubiera ido a pasear con Mark”, agrega entre risas.
“El caso en está en mi casa y cada vez que lo veo siento que ese no apareció por sí solo. Siento como una señal, como que mi papá quiso volver. Además, pienso que esto nos ayuda a abrir la cabeza en cuanto a quién fue el enemigo. Cuando se supo que Mark vendría se generó una expectativa a nivel nacional, pero acá en Chajarí había una sensación rara. Comentarios como ‘va a venir un inglés, esa persona es mala’ o ‘Mataron a nuestros gurises y ahora lo van a recibir’. Pero él también era un chico y vio morir a sus amigos. Entonces, esto también sirvió para cambiar esa visión. Hubo un momento que para mí fue clave: un combatiente argentino, que había llegado desde otra ciudad, le recordó haber combatido con él frente a frente. La escena terminó en un abrazo”, concluye.
Un réquiem contra el olvido
La historia del casco de Sirtori es un símbolo de los recuerdos que impregnan un objeto, pero es uno entre muchos. Otro caso en nuestra provincia fue el de la restitución de la trompeta de Omar René Tabarez, encargado de comunicar con el lenguaje de la música los códigos de la guerra: la épica, pero también de las melodías de despedida a los héroes caídos.
“Mi función durante Malvinas fue de Corneta de Orden, es decir que me es imposible recordar la guerra sin mi trompeta. Cada vez que sonaba, con cada toque, había un significado: un minuto de silencio, una expresión de alegría, marcha regular para el izamiento de la bandera, etc. Representa mucho, es un símbolo histórico”, explica Omar, que recuperó su trompeta casi 30 años después del final de la guerra.
“El haberla perdido después de la finalización del conflicto fue muy doloroso, me sentí desnudo. Sin las Malvinas y sin mi trompeta, que durante los 74 días estuvo a mi lado. Porque me acompañó hasta en los sueños, dormía con la bandera argentina que se izaba en la casa del gobernador y con mi trompeta. Haberla recuperado es ocupar un espacio vacío, es como devolverle a mi cuerpo una parte de mi alma. Cuando la recibí no lo podía creer, imaginarlo era utópico. El recuerdo que más prevalece es el de cada minuto de silencio que tuve que tocar, para despedir a un hermano de la guerra. La música está en todo, porque todos somos instrumentos.”, recuerda con una voz que navega entre el orgullo y la melancolía.
Casi 30 años después del final de la guerra, Tony Banks, el militar escoces que se llevó la trompeta como trofeo, se apersonó en la casa de Omar para devolverla: “Pasaban de las 14 aquel 14 de junio, cuando Tony Banks apareció en la puerta de mi casa. Fue un gesto muy humano, porque me dijo que no podría morir en paz hasta no devolverla. Banks es millonario y vale destacarlo, porque creo que deja una enseñanza profunda: podemos tener toda la plata del mundo, pero si nuestra alma está enferma, de nada sirve lo material”.
Tabarez recuerda con emoción el 2 de abril de 2019, en Paraná: “Agradezco muchísimo el homenaje que me hicieron, y en especial las palabras del asesor cultural Roberto Romani. Desde lo personal, fue muy significativo porque mi madre pudo estar presente y me vio desfilar. Estaba enferma, la tenían que operar y poco tiempo después de ese día moriría”.
Además, como si él mismo fuera una melodía contra el olvido, Omar reflexiona: “Este tipo de gestos y homenajes destruyen esa arma tan letal que es el olvido, que ha llevado a que muchos de nosotros tomemos decisiones drásticas como el suicidio. La guerra no discrimina, nos tortura a todos”.