Vivió en esa pequeña casa desde que llegó como inmigrante italiano, allá por 1948. Solo, pobre, ¿bohemio? Abrió su taller de compostura de zapatos, y allí golpeteó, dale que dale, durante cuarenta años.
¿Qué siente en su alma un inmigrante además del desarraigo? ¿O acaso el desarraigo incluye el dolor de la incertidumbre y la amargura de seguir por la vida dudando por haber abandonado su tierra?
Algo de eso debe haber.
Antonio no era conversador pero le gustaba tener algún parroquiano sentado frente a su banco de zapatero para que le contara cosas. Él, mientras tanto, sacaba clavito por clavito de entre los dientes para la mediasuela que tenía en sus rodillas. Solía estar así largo rato sin demostrar cansancio. Su banqueta de cuero crudo, ubicada en un rincón del cuartucho le permitía mirar hacia el fondo de la casa, libremente.
La precaria edificación tenía un gran patio de tierra apisonada que llegaba hasta la mitad de la manzana. Cuando llegaba el vientito de la primavera, unas endebles plantas de cosmos amarillos se llenaban de mariposas y con ellas la nostalgia de Antonio que hería su mirada.
Era como volver a ver su paisaje, su entorno, su gente, por un momento los clavos dejaban de ser clavos y las suelas, suelas.
Cada estación traía los recuerdos de su comarca a Antonio, el zapatero italiano, pero también cada estación se llevaba parte de su energía cuando se marchaba.
Algunas imágenes de la gran guerra, aún reciente, parecían perturbar sus pensamientos. En el angosto y estrecho cajoncito del medio tenía la foto de una niñita de trenzas rubias y mirada dulce.
Era como un cable a tierra cuando la angustia de la lejanía y de la soledad lo invadía. Todo su dolor se materializaba en un suspiro, ¡ah, Catalina!
¡Cuántas veces había soñado Antonio con volver a aquel pueblito de Nápoles que lo vio nacer! Pero la guerra le había robado su pequeña hija en un bombardeo imposible de olvidar, más aún para un padre que buscó consuelo huyendo.