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SUBMARINOS EN VILLAGUAY. Por Norberto I. Schinitman






“Lo que ocurre en el pasado vuelve a ser vivido en la memoria”
J. Dewey


Soy un exresidente de Villaguay, mi querida y siempre recordada ciudad, donde viví algunos años de mi niñez e inicié, en 1945, mis estudios primarios en la entonces Escuela Nacional No. 71. Ese excelente establecimiento educativo era conocido también como Escuela Sabbioni, por el apellido de la Srta. Teresita, su bondadosa directora, cuyo retrato se encuentra en la Dirección del establecimiento.


Más tarde, en 1952 y 1953 cursé primero y segundo años en el entonces Colegio Nacional “Martiniano Leguizamón”, dirigido por el Prof. Fernando Barrandeguy. En ese tradicional Colegio, ahora denominado Escuela Normal Superior, me enseñaron muy bien y aprendí mucho.

Hoy quisiera hilvanar y compartir algunos de mis nítidos recuerdos juveniles; pero, al mismo tiempo, preveo como muy posible que, al considerar el título general que he dado a esta nota, muchos lectores podrían pensar que es desacertado, erróneo y hasta increíble. 



¿Submarinos en Villaguay? ¿Potentes buques de guerra en una ciudad mesopotámica, lejos de océanos y mares? ¡Imposible e impensable! Y talvez podrían surgir dudas sobre la cordura de quién esto escribe.

No obstante, afirmo que ciertamente hubo submarinos y que posiblemente los habrá en la actualidad.

Pero, mantengamos la calma. Esta pequeña humorada se aclara muy sencillamente, como lo veremos seguidamente. Como es de suponer, no se trata de peligrosos navíos de guerra.

Según el Diccionario de Americanismos de la Real Academia Española, en la República Argentina la palabra submarino hace también referencia a una bebida a base de leche y chocolate, que constituye el tema central de esta nota.



Rememoro que en aquellos años en que era un joven estudiante secundario en Villaguay, había varios bares y confiterías en la ciudad.

De ellos, tengo presente, particularmente, que en la céntrica calle San Martín, aproximadamente frente al Cine Berisso, existían dos importantes establecimientos o, como dicen ahora los historiadores urbanos, dos “bares notables”, casi contiguos, que mencionaré seguidamente.

Uno de ellos era la pizzería "Nevada" del Sr. Antón, la primera que hubo en Villaguay, que expendía pizzas de distintos sabores y diversas bebidas, entre ellas, submarinos.

El otro era el bar de Santiago Koval, que ofrecía, entre otros sándwiches, los ricos y novedosos "panchitos calientes", además de diversas bebidas. En esa época eran muy populares las naranjadas "Sacic" y "Bilz" y una gaseosa con sabor a cola, la ”Bidú”.

Por eso creo que los Sres. Antón y Koval merecen ser recordados, respectivamente, como los precursores de la pizza y los hot dogs en Villaguay.

Por otra parte, pero en relación con esos dos bares notables, según recuerdo, el Cine Berisso, del que se decía que era el más grande de la provincia de Entre Ríos, exhibía consecutivamente dos películas todas las noches. Por eso, los dos locales que he mencionado, que eran muy concurridos, mostraban un aumento de sus parroquianos especialmente alrededor de las 23 horas, durante el intervalo de unos diez minutos entre las películas.

Como se hacía habitualmente entonces, no sé si ahora se mantiene esa buena costumbre, al finalizar la primera película e iniciarse el intermedio, un acomodador se situaba a la entrada del cine y entregaba a los espectadores que deseaban salir para concurrir al bar o a la pizzería, una tarjeta conocida como “contraseña”.

Luego de realizar su breve excursión gastronómica, a los portadores de contraseña se les permitía reingresar para ver la segunda película.

Como apostilla histórica colateral con respecto al Bar Koval, recuerdo que sus ricos ”panchitos calientes” se preparaban con ingredientes precalentados en una novedosa innovación tecnológica, la “panchera”, antes no conocida en Villaguay.

Se trataba de un artilugio con forma de pequeño armario metálico cromado, con dos recipientes, calentados por electricidad. En uno de ellos, las salchichas se cocían en un baño de agua caliente, y en el otro se conservaban tibios los pancitos. Todo se complementaba con un recipiente de mostaza, con la que se aderezaban generosamente esos sabrosos sándwiches, que costaban 20 centavos.

Además, según lo que me relató personalmente Santiago Koval, la panchera fue traída de Buenos Aires, y los pancitos de tipo Viena, eran elaborados por la “Panadería Filior” (así la mencionaba mucha gente, pero creo que el apellido real de su propietario era Filleul).

Retomando esta narración, ahora con respecto a la pizzería, muchas personas, entre ellos algunos de mis compañeros de estudios, comentaban que, en tiempo invernal, uno de los pedidos más frecuentes, además de las pizzas, algo así como un “best seller” bebible, era el submarino, que constituye el tema central de esta pacífica nota costumbrista.

Además, puesto que vamos a hablar de chocolate, viene al caso recordar un grato pensamiento "Mientras haya chocolate, habrá felicidad " (W. T. Trotman).

Con respecto a los submarinos, recuerdo haber visto como el propietario de la pizzería, Sr. Antón, siempre de impecable chaquetilla blanca, preparaba personalmente esta bebida con cierta parsimonia.

Para ello, colocaba en un gran vaso de vidrio sostenido por un aro con asa metálica, una cucharita de mango largo (creo que esto se hacía para evitar rajaduras en el vaso), y agregaba luego leche caliente y una barra de chocolate.

Seguidamente, de pie junto a la cafetera “Express”, inyectaba en el vaso repetidos chorros de vapor, haciendo burbujear el líquido, hasta disolver completamente el chocolate. Dicha cafetera, instalada al fondo del salón, era un artefacto cilíndrico cromado, coronado con pocillos blancos invertidos que se mantenían calientes, que dejaba ver una llama azul en su base, y emitía un susurro de agua hirviendo.

El apetecible submarino era una espumosa bebida, que se servía muy caliente, acompañada de bizcochos alargados con sabor de vainilla, de aspecto delicioso, con notoria satisfacción y segura euforia digestiva de los afortunados consumidores.

El precio, no muy barato, de este deleitoso y benéfico alimento era, en aquellos lejanos tiempos, de cuarenta centavos.

En relación con lo relatado anteriormente, como apostilla acerca de mi realidad alimentaria, y orientado siempre por la prudente idea de que “Con la verdad ni ofendo ni temo” (José de Vasconcelos), recuerdo con claridad algunos interesantes detalles.

A veces, traté de comparar los agradables submarinos con bizcochos de vainilla de la pizzería, con el notable desayuno de la costosa pensión donde vivía, con el que iniciaba vigorizado mi jornada estudiantil.

El susodicho desayuno estaba compuesto por mate cocido (que, como sufrida víctima, sospecho que a veces era preparado con yerba usada), acompañado con una fina selección de rezagos de pan duro y seco. Manteca, mermelada o dulce de leche eran exóticos alimentos nunca ofrecidos.

Evidentemente, el resultado era deprimente. Además, no me resultó posible comparar esos submarinos con la merienda de la pensión, por la sencilla razón de que allí nunca se daba merienda.

Podría pensarse talvez que eso constituía una benéfica medida dietética y sanitaria, para evitar el sobrepeso y asegurar la esbeltez de los huéspedes. Al mismo tiempo, no descarto la posibilidad de que también podría verse como una muestra de tacañería alimentaria.

Los hechos relatados permiten reconocer y exaltar dos grandes valores de los propietarios de esa “pensión notable”. Ellos son: la (des)preocupación constante por el trato humanitario y el (des)interés por la adecuada nutrición para jóvenes en etapa de crecimiento.

Prosiguiendo con este breve relato, tal vez los lectores noten que, hasta aquí, sólo he mencionado el entorno, los preparativos, el agradable aspecto, la apariencia y otros apetecibles detalles de los submarinos, cuya elaboración había observado muchas veces desde la vereda, a través del gran ventanal de la pizzería.

Pero, también es evidente que he omitido referirme, comentar o valorar como consumidor su indudablemente agradable sabor y el efecto reconfortante y placentero de su ingestión.

¿Entonces, por qué he redactado así, de modo aparentemente incompleto o apresurado, este recuerdo? ¿Falla mi memoria?

No, sencillamente lo he hecho así, porque creo que “Hay que tener el valor de decir la verdad” (Platón) y mi realidad era la de un pobre y modesto estudiante, a veces con hambre, sin ninguna posibilidad de efectuar gastos superfluos o suntuarios.

Nunca pude reunir y disponer de las cuatro moneditas de diez centavos, para mí una importante suma, necesaria para beber un submarino. En verdad, mientras estudiaba en Villaguay, jamás pude alcanzar ese gratificante privilegio.

Como he podido comprobarlo, es cierto que “El que sabe ser pobre lo sabe todo” (J. Michelet). Por eso, más allá de algunas evocaciones risueñas sobre los agradables submarinos, no experimenté ningún desmedro, desaliento ni dificultad.

Más aún, estoy convencido de que la vida sencilla y austera me enseñó a ser cada vez más fuerte y seguro de mí mismo.

Prueba de ello es que, mientras estudiaba en el querido “Martiniano Leguizamón”, obtuve altas calificaciones y merecí ser inscripto en el “Cuadro de Honor” del Colegio.

Ahora, más de 65 años después, desde hace largo tiempo resido feliz y tranquilamente junto a mi esposa en la ciudad de Córdoba. Aquí, gracias a Dios, después de una grata y extensa vida de trabajo profesional, mientras aún soy Profesor Universitario, mi actual situación me permite ir, cuando lo desee, a algún bar o cafetería y tomar un buen submarino con vainillas.

No obstante, atendiendo a mis recónditas remembranzas, con buen humor, sonriendo con ironía, todavía intuyo y me atrevería a afirmar con vehemencia lo siguiente: ¡los mejores submarinos del presente no alcanzan a tener el sabor exquisito, paradisíaco e incomparable que, en mi imaginación juvenil, atribuía al inalcanzable y nunca degustado submarino de la Pizzería Nevada de mi querida Villaguay!


Norberto I. Schinitman
nschinitman@gmail.com

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