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María José junto a su esposo y su hijo Máximo. La familia vivió en Villaguay durante varios años. (Foto: Facebook) |
María José Robles residió en Villaguay durante varios años, cuando su esposo estuvo destinado en la Guarnición Militar local. Ahora viven en Santa Fe y desde hace ya algún tiempo vienen encarando un trabajo muy valioso para proveerle una mejor calidad de vida a su hijo Máximo, que tiene autismo, y también a muchos otros en similar condición.
Su mamá lo llevó a una pediatra, quien estimó que el problema podía tener su origen en los celos hacia su hermana bebé; y luego, ante la aparición de nuevos síntomas, lo derivó hacia un neurólogo infantil, que terminó dando el diagnóstico correcto.
María José recordó que "al no tener lenguaje, Máximo no podía expresar lo que sentía", lo cual era frustrante para él y también para su familia. El chico se limitaba casi exclusivamente a rasguñar cuando no era comprendido y al principio era muy complicado saber qué quería decir. "Fue un proceso muy doloroso", recuerda ahora su madre, pero dice que eso le sirvió para capacitarse, estudiar y disponer de las herramientas necesarias para ayudar a su hijo, entenderlo, estimularlo y trabajar en conjunto con los terapeutas.
A diferencia de otras familias, María José y su esposo pudieron "procesar bien" la situación y decidieron hacer todo lo que estuviera a su alcance para darle al chico una buena calidad de vida.
El esfuerzo dio resultados. Máximo empezó a hablar, a comunicarse y aprender, aunque lógicamente "de una manera diferente", con sus propios tiempos, que deben ser siempre respetados. Realiza terapia ocupacional y es asistido por una psicopedagoga, una psicóloga y una fonoaudióloga. Él las necesita para estar bien y "poder funcionar en su vida", describe su madre. Ella, por supuesto, lo acompaña en las terapias y en el proceso educativo, estimulándolo todo el tiempo.
Entrevistada en Radio Auténtica, recordó que el chico fue diagnosticado con Trastorno del Espectro Autista (TEA) en 2015, cuando tenía tres años. Dice que "fue algo nuevo, extraño", porque ni ella ni su marido sabían nada sobre esa afección: ni siquiera habían escuchado la palabra "autismo".
Hasta los dos años, Máximo decía algunas palabras pero a partir de ese momento dejó de hablar por completo. Después empezó a perder contacto visual: no miraba a los ojos y tenía la mirada perdida. Además no respondía cuando lo hablaban. Y más adelante empezaría a tener movimientos repetitivos, interés por objetos muy específicos y "berrinches" frecuentes.
Hasta los dos años, Máximo decía algunas palabras pero a partir de ese momento dejó de hablar por completo. Después empezó a perder contacto visual: no miraba a los ojos y tenía la mirada perdida. Además no respondía cuando lo hablaban. Y más adelante empezaría a tener movimientos repetitivos, interés por objetos muy específicos y "berrinches" frecuentes.
Su mamá lo llevó a una pediatra, quien estimó que el problema podía tener su origen en los celos hacia su hermana bebé; y luego, ante la aparición de nuevos síntomas, lo derivó hacia un neurólogo infantil, que terminó dando el diagnóstico correcto.
María José recordó que "al no tener lenguaje, Máximo no podía expresar lo que sentía", lo cual era frustrante para él y también para su familia. El chico se limitaba casi exclusivamente a rasguñar cuando no era comprendido y al principio era muy complicado saber qué quería decir. "Fue un proceso muy doloroso", recuerda ahora su madre, pero dice que eso le sirvió para capacitarse, estudiar y disponer de las herramientas necesarias para ayudar a su hijo, entenderlo, estimularlo y trabajar en conjunto con los terapeutas.
A diferencia de otras familias, María José y su esposo pudieron "procesar bien" la situación y decidieron hacer todo lo que estuviera a su alcance para darle al chico una buena calidad de vida.
El esfuerzo dio resultados. Máximo empezó a hablar, a comunicarse y aprender, aunque lógicamente "de una manera diferente", con sus propios tiempos, que deben ser siempre respetados. Realiza terapia ocupacional y es asistido por una psicopedagoga, una psicóloga y una fonoaudióloga. Él las necesita para estar bien y "poder funcionar en su vida", describe su madre. Ella, por supuesto, lo acompaña en las terapias y en el proceso educativo, estimulándolo todo el tiempo.
La pulsera azul
A fines de 2018, un niño peruano llamado Kevin, autista, terminó ahogándose en el mar tras salir de su casa y perderse en la ciudad. "Para la sociedad fue invisible porque no tenía algo que lo identificara y, al no tener lenguaje, no pudo comunicar a nadie que estaba perdido", recuerda María José.
Ese terrible episodio, dice ella ahora, la llevó a pensar en la posibilidad de crear una pulsera que identificara a las personas con autismo. Casi de inmediato se embarcó en la búsqueda de alguna fábrica que pudiera hacer una pulsera flexible y no-tóxica, destinada a quienes son "hipersensoriales y se llevan todo a la boca". Además consiguió el apoyo de un grupo de voluntarios que empezaron a vender tortas fritas y pan casero en el balneario del Thompson y en la zona del Patito Sirirí, en Paraná, para poder hacer frente a los costos que implicaba su iniciativa.
Así lo hicieron. Hicieron fabricar pulseras azules y comenzaron distribuyéndolas en Entre Ríos y Santa Fe; y luego, cuando ella se valió de las redes sociales para contar lo que estaba haciendo, recibió pedidos desde todo el mundo. No ha podido cumplir con todos pero ya ha realizado envíos a Chile, Perú, Uruguay, España y Estados Unidos. Todavía queda más de un millón de solicitudes pendientes.
María José y su marido se sienten parte de una gran familia global que une esfuerzos en pos de un mismo objetivo. Dice que "la sociedad ayuda mucho a que cada niño esté identificado" y aclara que todo se realiza a pulmón, sin ningún tipo de ayuda pública.
Ese terrible episodio, dice ella ahora, la llevó a pensar en la posibilidad de crear una pulsera que identificara a las personas con autismo. Casi de inmediato se embarcó en la búsqueda de alguna fábrica que pudiera hacer una pulsera flexible y no-tóxica, destinada a quienes son "hipersensoriales y se llevan todo a la boca". Además consiguió el apoyo de un grupo de voluntarios que empezaron a vender tortas fritas y pan casero en el balneario del Thompson y en la zona del Patito Sirirí, en Paraná, para poder hacer frente a los costos que implicaba su iniciativa.
Así lo hicieron. Hicieron fabricar pulseras azules y comenzaron distribuyéndolas en Entre Ríos y Santa Fe; y luego, cuando ella se valió de las redes sociales para contar lo que estaba haciendo, recibió pedidos desde todo el mundo. No ha podido cumplir con todos pero ya ha realizado envíos a Chile, Perú, Uruguay, España y Estados Unidos. Todavía queda más de un millón de solicitudes pendientes.
María José y su marido se sienten parte de una gran familia global que une esfuerzos en pos de un mismo objetivo. Dice que "la sociedad ayuda mucho a que cada niño esté identificado" y aclara que todo se realiza a pulmón, sin ningún tipo de ayuda pública.