Ana Rosenfeld: “Decidí dejar a mi primer marido cuando los médicos me diagnosticaron un año de vida”



A siete meses de viudez se propuso iniciar un duelo “corazón adentro”. Se casó a los 20 pero conoció el “amor real” a los 30, cuando reencontró a Marcelo Frydlewski en una “experiencia casi esotérica”. La intimidad de un romance de 37 años que nació como “icardiada”. El dolor por la pérdida de sus gemelos. La pasión adolescente que vivieron “hasta el día que lo internaron”. Las señales. La vida “partida en dos”. Y sus desesperados intentos de adaptarse a la soledad

Por Sebastián Soldano (Infobae)


Ni paradoja ni ironía. Prefiere hablar de “autoridad” cuando teoriza sobre la razón por la que le ha dedicado una vida a divorciar mujeres siendo, al mismo tiempo, confesa “devota y defensora” del amor. “Es precisamente porque sé de qué se trata construir una pareja, a qué me refiero con ´proyecto de familia´ y, por sobre todo, a compartir. Y ese es el lugar desde el que acciono, despojada de todo odio o resentimiento”, señala. Es, en tanto, que se anima a apuntar contra el mote que la popularizó, ya una marca registrada. “Me llaman ‘el terror de los maridos’. Y por terror, fea palabra, debería entenderse respeto, lo que pretendo inspirarles de cara a cuestiones emocionales, psicológicas y económicas. Porque yo, de tan respetada fui casi venerada”. La doctora Ana Rosenfeld (67) reivindica el amor con el crédito de haber tenido “el más grande”. Y de amor charlaremos.



Al séptimo mes de viudez describe su vida, su corazón y su futuro “partidos en dos”. Mientras el “aturdimiento” pasa al ritmo en que caen las fichas de una soledad inédita en este intento de duelo, cuenta que se pregunta: “¿Qué haría Marcelo en esta situación?”. Le suena tan raro al escucharse que al instante advierte: “Llamará tu atención que le diga Marcelo. Pero hay una palabra en mi vida que se borró para siempre de mi diccionario y de mi cabeza. Ya no puedo pronunciarla, ni recordarla y ni siquiera leerla o escucharla de otras personas. Porque de tanto dolor me da rabia”, revela. Esa palabra es Amorcito. Así llamó a Marcelo Frydlewski durante 37 años y extendió esa costumbre a sus seguidores en redes sociales, en las cuales Ana publicaba videos “motivados y filmados por él” sobre su vida más cotidiana. “En realidad fue junto con Wanda (Nara), que me incitaron a mostrar mi otro perfil, diferente del profesional”, cuenta. “Y ya no había otra forma de llamarlo”. Si, Amorcito “era de todos un poquito; pero murió. Ese apodo murió con él”. Recordemos que el empresario falleció en octubre de 2021, en Miami, donde estuvo internado durante un mes y medio, cuando la variante Delta del COVID-19 desencadenó complicaciones en su organismo golpeado por la diabetes y el tránsito de un cáncer de pulmón que había debido afrontar tiempo atrás. Ya no hay juego en las redes, “porque no es lo mismo. Ni las ganas, ni la luz en mi mirada, ni la sonrisa que pueda impostar, ni la cara que puedan maquillarme en algún canal”, suelta. “Quiero ver la luz y está costándome. No la encuentro todavía. Pero sé que él me mira, me cuida y me guía. Y siento que así será toda la vida”.





Su primer amor fue Frydleswski. Y lo afirma después de varios noviecitos (entre ellos el actor Gustavo Garzón) e incluso de un matrimonio. “Lo pasaba bien, me divertía, compartía cosas lindas. Quería, sí. Pero enamorada, lo que se dice enamorada, como pasa en las novelas turcas, no. Eso de meterte en la mirada del otro y sumergirse en su pensamiento, lo sentí a partir de Marcelo”, relata. Estrenaba sus 20 años cuando se casó con un tal José. Hasta ahí había sido una “niña prodigio” de Villa Crespo que dividía su “rutina estricta y cronometrada” entre la educación laica (en la Escuela Nº 22, Rómulo Naón y en “la famosa escuela shopping” de Pueyrredón y Mitre) y la formación cultural judía que la convirtió luego en maestra de hebreo. “Más me ponían, más hacía”, dice de los tiempos en los que se reconocía “una chica muy competitiva, educada para ser la mejor” e implacable lectora que dejaba de lado la Billiken por los artículos y los concursos de la Reader´s Digest. Pero ese colegio, en el cual fue premiada por el mismísimo Bartolomé Mitre en calidad de mejor alumna y compañera, “me quedó chico, porque yo quería siempre más”.


Fue así que, por moción de Inés, su madre, una exquisita ex vendedora de las Perfumerías Ivonne (“y mentora de mis estudios de inglés en el Cambridge”, como cuenta) aplicó para el ciclo secundario en la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini, diciendo no al Nacional Buenos Aires, en el que también había logrado mi vacante: “En ese entonces ser Perito Mercantil daba mayores garantías a la hora de conseguir empleo”, explica. Si rindió libre el sexto y último año fue casi por despecho amoroso. “Tenía un noviecito un año mayor con el que había roto, y cuando egresó dije: ´¿Ah, sí? Vos te vas y yo me quedó... ¡De ninguna manera!´. En un mes y medio preparé las 28 materias”, relata. “Era una bocho, sabía estudiar y tenía impronta”. Sin que nadie supiese compró el primer programa de Introducción al Derecho en la UBA. Sacó un 8 y así fue por la segunda. Se acercó de a poco a un deseo latente de papá. Yaco (Juan), pionero en la fabricación de televisores nacionales (que vendía en Gaona y Pujol) y reconocido juez de la Federación de Voleibol, le enseñó a ganarse todo eso que quería “solo si conseguía vencerlo en desafíos de Scrabble”. El mismo que le rompía las hojas de caligrafía hasta que lograse el trazo perfecto y que le inculcaba su vocación frustrada. “Harto de que lo engañasen con pagarés incumplidos y cheques rechazados, papá solía decir: ´¡Quiero tener un abogado en la casa!´“, cuenta. Y lo tuvo. Ana alzó su título en un año y siete meses.



En resumidas cuentas y volviendo al eje de la conversación, fue en 1975 que –”confiada en el proyecto familiar que había visto en mis padres”– Rosenfeld se unió religiosa y civilmente a quien fuese su novio. Se trataba de un joven empresario 10 años mayor que ella. “Uno de los más grandes confeccionistas de jeans que abastecía a firmas como Angelo Paolo, Mango, Stone y Quarry”, dice. “Con él aprendí tanto de la industria que terminé siendo abogada de todas esas marcas”. ¿Si se casó realmente enamorada? “Y... Me casé feliz”, responde suspicaz. “Mi vestido era precioso”, suelta mientras explica el diseño “cerrado y pertinente al templo”. Lo relata, porque no guarda soporte fotográfico de ningún tipo: “Todo se lo quedó mi ex. Si quería empezar una nueva vida no podía quedarme con nada que me atara a aquel intento”, señala. El matrimonio duró tres años y “ni bien salió la ley en 1987, fue uno de los primeros divorcios que se presentaron en Tribunales”. Pero la fugacidad del vínculo deja de resultar interesante cuando Ana habla del modo en que se inició el final. “Yo me había instalado en casa de mis padres y lo dejé por teléfono. Se enojó mucho, mucho, mucho”, relata. “Su plan era mudarnos a una casa. Y le dije: ´No la compres, porque no vamos a seguir viviendo juntos´. Fui honesta, como se debe. Por eso hoy pregono la importancia de la valentía para afrontar a quien se amó antes de incorporar a terceros en una pareja. De saber dar un paso al costado cuando ya no se proyecta y asumirlo con responsabilidad”, concluye. La decisión fue el fruto de una etapa de crueles ribetes.


“Me habían diagnosticado un año de vida”, recuerda Ana. Una dura noticia que abrió un camino de incertidumbres médicas y personales en el que dice haberse sentido “sola”. Apenas el inicio de ese tránsito le bastó para saber que “necesitaba a otro tipo de persona a mi lado”, revela. “Alguien que, en esa delicada situación, me contuviese de un modo diferente. Si iba a construir una familia, me haría falta un pilar más sólido. Me había dado cuenta de que jamás sería el hombre de mi vida. Así fue como llegué a la casa de mis padres para decirles que me separaría. Hablo de 43 años atrás, cuando anunciar eso era... ¡wow! Lo único en lo que pensaron fue en ´el qué dirán los demás´. Yo creo que él nunca entendió el motivo de mi determinación. Jamás terminé de explicarle muy bien la razón. Tal vez se entere al ver esta entrevista”, anuncia. “No volvimos a vernos, pero fue el primero en llamarme cuando murió Marcelo”.

Faltaba poco para que cumpliese sus 24 cuando el dolor en una de sus rodillas se hizo insoportable. “No hacía deportes y nunca lo había hecho... Ni siquiera sé andar en bicicleta. Por lo que el cuadro se hacía inentendible”, explica. Fue llevada a una guardia médica, donde supusieron que se trataba de un problema en sus meniscos. Pero el radiólogo “tuvo la gentileza o la iluminación” de extenderse más allá de la articulación. “Así descubrieron que el hueso de la cadera estaba totalmente carcomido”, cuenta Rosenfeld. “Me metieron en una cama diciéndome que debía agradecer no haber sufrido una fractura espontánea, lo que hubiese sido terrible”. Desde ahí, se sumió en un sinfín de análisis, estudios y tomografías hasta el peor de los partes. “Me detectaron un tumor en la cabeza del fémur derecho y los pronósticos eran pesimistas”, relata. “De hecho hubo radiografías fallidas que indicaban metástasis”. Fue un médico austríaco que, en una de sus esporádicas visitas al país, se encargó de la anatomía patológica que señaló que se trataba de un tumor benigno de Jaffe y tomó las riendas de un “curetaje”. El hueso de Ana “era una cáscara de huevo, molido en mortero”, según describe. Hasta la cirugía en la que reemplazarían el hueso, Ana debió estar acostada. “No llegué a necesitar una prótesis sino que rellenaron con materia ósea de mi propia cadera”, cuenta. “Me operaron en agosto y recién pude volver a caminar el 3 de octubre... ¡Y con muletas!”. Fue antes de emprender la rehabilitación que, “entre todo lo que pasó por mi cabeza, lo primero que decidí fue mi separación”, cuenta. “No me sentí acompañada. Yo era quien cuidaba de mi pareja y no al revés”.


No volvió a enamorarse hasta sus 30, aunque por ese entonces tenía un noviecito: cierto “empresario de la madera que había quedado en reunirse con un colega a las 7 de la tarde en mi oficina para acordar una compra-venta. Por lo que debía clavarme a esperarlos”, relata. Alrededor de las 4, su novio avisó que no llegaría. “¡Qué garrón! Sin celulares en aquel entonces, tuve que aguardar sentada ahí hasta que el otro, a quien no conocía, se dignase a llegar”, recuerda. Al escuchar el timbre, Ana se dirigió hacia la puerta “con muy mala cara” dispuesta a decirle: “¡Por fin! Estoy apuradísima”. Y cuando abrió... “‘¡¿Vos no serás Marcelo, de aquel grupo de estudio?!’, le dije. `¡¿Y vos no serás Ana, la que hizo la carrera vertiginosa?!´, preguntó él. Nos pusimos a charlar sobre la vida y, desde ese mismísimo instante, no dejamos de hacerlo jamás”. Frydlewski y Rosendeld se había conocido en “una de esas madrugadas de estudio eternas” mientras preparaban Política Económica en casa de Darío, amigo de ella y novio de Graciela, hermana de él. “Fueron dos noches en vela en la que ni nos miramos. No me gustaba para nada. Lo recordaba como aquel tipo alto, flaquito, de pelo largo, con gamulán gastado de tantos viajes. Muy onda Beatles”, describe. “Habíamos sido dos personajes totalmente diferentes, imposibles de compatibilizar”.



Mientras asume con gracia que aquel encuentro gestó una auténtica “icardiada” (aunque “ese noviazgo no estaba destinado a prosperar”), revela que fue un hecho “casi metafísico” que logró impresionarla por entonces y vuelve a emocionarla hoy. “No me preguntes por qué, pero yo había estado buscando a Marcelo durante años”, confiesa. “Caminaba una de las calles de la zona de Tribunales y siempre veía a alguien muy parecido a él. Me pregunta: ´¿Será o no será?´. Mi espíritu, mi cabeza, mi ser estaban como en alerta. Nunca me había gustado y tampoco tenía idea cómo era su fisonomía actual, ni de su estado civil, ni siquiera si se había recibido. Por eso creo que se trató de algo esotérico”, relata. “Y luego, cuando empezamos a vernos frecuentemente y los diálogos se hicieron más profundos, yo le dije: `Marcelo, yo te busqué toda la vida´”. Tiempo después, en charla con un rabino, Ana planteó esa inquietud ávida de una respuesta. “Y me respondió: `Fueron dos almas con pendientes por resolver juntas´. ¡Mirá, tengo piel de gallina..!”, advierte. “Es por eso que aquel día en la oficina quedé en shock. Se materializaba ese encuentro que había estado imaginando, sin querer, durante más de 10 años”. Rosenfeld se quiebra al escuchar la pregunta “¿Recordás la fecha en la que abriste esa puerta?”. Y su propia respuesta logra quebrarla: “El 9 de octubre, la misma en la que falleció. Se cerró un círculo en mi vida...”.



Durante 37 años se dijeron “Vamos a casarnos” muchas veces, hasta convertir esa frase en muletilla y el deseo en un pendiente. “Nunca fue una prioridad entre nosotros”, cuenta. “Nada lo impedía. Los dos éramos divorciados y además, siendo abogada, imagínate que no se trataba de un tema de derechos ni de nada parecido. Es más, a la gente yo le recomiendo casarse para que sepa realmente la diferencia entre convivencia y matrimonio. Pero nosotros vivíamos a nuestro ritmo alborotado y amoroso, de tanta felicidad que nada nos importaba. No lo necesitamos jamás”. Recorrieron el mundo y la deco en su piso de Palermo es un compendio visual de todos aquellos destinos que hicieron tan propios que hasta los dueños de los hoteles más frecuentados llamaron a Ana para decirle (“apenados”) que siempre seguirán esperándola. Nada, ni siquiera la causa común del dolor “más lacerante” entre los dos pudo apartarlos de su “felicidad inédita”. Y con esto nos referimos a la pérdida de su primer embarazo.



“Fue un caso en un millón”, adelanta. Ana y Marcelo esperaban mellizos cuando al sexto mes se detectó síndrome triploide o triploidía, una alteración cromosómica por la cual (en este caso) los fetos adquieren tres cromosomas (y no dos), por lo que no se llega a completar el desarrollo embrionario. “Hubiesen sido nuestros primeros hijos. Mamá es melliza, por lo que mis probabilidades de tener dos bebés eran altas”, explica. “Fue un embarazo muy raro. Yo engordaba, pero los ellos no”, relata. “El estudio genético reveló que el huevo no había logrado dividirse”. Solo un bebé había tenido chance de sobrevivir, pero sin crecimiento, lo que obligó a esperar un aborto espontáneo. “Estaba embarazada de seis meses cuando supe que ese hijo estaba destinado a no nacer. Fue muy cruel, porque debí expulsarlo de forma natural”, cuenta mencionando además que también su vida estuvo en juego. “La inducción duró siete días. O sea, atravesé una semana con dolores de parto. En ese momento, evitamos la cesárea para que pudiese volver a quedar embarazada enseguida. Lo que felizmente sucedió dos meses después, cuando iniciamos la espera de Pamela (35)”, relata. Marcelo había tenido dos hijos varones de su primer matrimonio. Con uno de ellos, Ana no tiene vínculo, “pero el otro siempre ha sido muy unido a mis chicas”.





“¡Cuántas cosas feas pasaron en mi vida! No puedo creer lo fuerte que he sido y lo que soy. Un Ave Fénix que siempre sigue de pie”, reflexiona. Sin contar claro, que su hija Stefi (32), residente en la Florida, Estados Unidos, fue internada por COVID bajo “alerta roja” y con ocho mes de embarazo cuando todo en la pandemia que iniciaba “era incertidumbre”. Fueron días de investigaciones e interconsultas con profesionales alemanes, chinos y españoles. “Su hijo, mi nieto, fue uno de los primeros bebés americanos nacidos de una mamá ´positivo´. Estuvimos todos en vilo”, relata. Es entonces que volvemos al duelo. “Después de la muerte de Marcelo creí que debía hacerlo puertas afuera: saliendo, paseando, viviendo y sonriendo, entre comillas”, dice. “Hoy me doy cuenta, y sobre todo en el último viaje que hicimos con las chicas a New York, para recorrer la misma ruta que solíamos hacer los cuatro, en familia. Y fue horrible... Porque él estaba ahí, lo veíamos en todos lados. Hubo mucha lágrima en cada itinerario”, agrega. “Entonces entendí que había llegado el momento de duelar ya no puertas adentro, sino corazón adentro. Porque saber que Marcelo ya no va a volver está partiéndome el alma. Ahora mi única ilusión es darles a mis nietos una abuela, porque extrañan a su abuelo. Y a mis hijas, una mamá entera”. La soledad, cada vez más consciente, “se manifiesta hasta en las tonterías más cotidianas”, relata. Ahora come en la cama: “¡Algo que siempre le prohibí a Marcelo! Claro que mucho menos si se trataba de mandarinas”, bromea. “En la cama se come cuando se está enfermo, me decían mis padres”. Y hoy se sorprende llevando la bandeja para acomodarse dispuesta a pasar las horas mirando Dinero sucio y amor (Netflix), fanatizada por la historia de Omer y Elif, como las de otros tantos novelones turcos. Evita los cierres, excepto en las botas. Y selecciona pulseras difíciles de abrochar. Y hace días se angustió al salir hacia el festejo de cumpleaños de su consuegra: “Saqué las tarjetas de congratulaciones para agregar al regalo y leí ´Ana y Marcelo´. No voy a tachar su nombre ni a cambiar de diseño. De esa misma forma voy a seguir usándolas para siempre”.


Ana no cree en la terapia: “No hice ni haré, jamás”, asegura. “No necesito contarle a nadie lo que estoy sintiendo. Nada podrá calmar ni tratar lo que me pasa”, dice con escepticismo. “Mi terapia hoy, como lo fue toda la vida, es estar parada frente a un juez, a un cliente o a una cámara de televisión. He vivido situaciones de muchísimo dolor y de todas me curé solita. A todas las he convertido en alegría, menos a esta...”. Jamás se pelearía con Dios, explica, pero la ha decepcionado. “Me enojé con él, porque le he hice muchas preguntas sin recibir respuestas. ¡¿Por qué Marcelo?! ¡Tan joven! ¡Mi compañero! ¡Un hombre excelente! Alguien queridísimo por quien lo conociera...”, cuenta. Más allá de todo, sabe que jamás dejará de ser una mujer de fe, “tradicionalista”. De comida kosher. De bendiciones en Shabat. Y extrañará ver a Marcelo usando sus tefilin en sus rezos diarios. Y así como lo hizo durante los angustiantes 45 días de internación de Frydlewski en Miami, consulta a sus rabinos, buscando guía espiritual. “En aquel momento sentía que tenían teléfono directo con Dios para curármelo, para darme una esperanza...”, recuerda. “Hoy busco sus consejos, sus experiencias y sensaciones que me ayuden a entender el sitio que ocupo en el instante que lo ocupo para saber qué es lo mejor”.


No deja de hablar con él. “Busco a Marcelo todo el tiempo. En su almohada, mirando el otro lado de la cama. Siento que de un momento a otro se abre la puerta y escucho el particular ruido que hacían sus zapatillas al entrar. Porque yo tenía mucha ilusión, mucha... Estaba segura de que saldría de esa clínica. No sé, en silla de ruedas, tal vez con mochila de oxígeno y que posiblemente debería hacer rehabilitación. Realmente creía en que saldría. Por eso nunca imaginé esta pesadilla”, dice. “Y literalmente siento que está y que me cuida. Porque mientras estuvo en la clínica hizo duros esfuerzos para vivir. Todo los días los médicos me decían ´no pasa de hoy´, ´no pasa de hoy´... Y yo sé que él no quería dejarme sola. De hecho, las últimas veces que logró hablar con mi hija le pidió: ´Cuidá a mamá´”, recuerda emocionada antes de citar lo que podría interpretar como señal. “A él siempre lo caracterizó el color naranja. Lo llevaba en zapatillas, en sus camisas, en sus camperas... Y el día de su entierro, cuando el ataúd entró a tierra, se posó en él una mariposa anaranjada gigante, que permaneció inmóvil desde el inicio el rito hasta el final del rezo. Y cuando todo terminó, se fue. Voló. Quienes estábamos alrededor de la tumba nos dimos cuenta. Y ahora, cada vez que veo una mariposa anaranjada, me quedo mirándola lo más cerca que pueda”.


La charla vira hacia otro tipo de emociones al hablar del prejuicio que señala al “terror de los maridos” como la señora dócil capaz de mirar la novela en el televisor del living para ceder el del cuarto a su marido. O “bancar” las películas de acción para compartir el rato. “´Sumisa´ no es una palabra que entre en mi cabeza. Por el contrario, Marcelo siempre me decía: ´¡Ana, sos tan rebelde!´. Hacer lo que quiero y cómo lo quiero es mi costumbre”, señala Rosenfeld. “Lo que yo hice con él es compartir. Sí, por ahí me decía: ´No me gusta ese vestido que tenés puesto. ¡Tenés tantos otros...! Usalo cuando salgas sola. Si salís conmigo, ponete alguno que me guste a mí´. Teníamos una mirada muy espejo. Y para mí, darle el gusto no era obedecerlo. Era simplemente eso, darle un gusto. Si en definitiva eran tonterías que a mí no me molestaban”, señala. “A él le encantaba que me comprara zapatos y carteras... Me acuerdo que bromeábamos: él me decía que era un gasto y yo le retrucaba que era una inversión. Porque uno puede variar de small a large, pero el talle de pie siempre será el mismo”, cuenta. “La gente que me tildaba de sumisa no entendía que ese juego era parte de nuestro compromiso recíproco, que nada de todo eso afectó jamás mi individualidad”, explica. “Él se bancó muchas acompañándome a todos lados, mofándose de sí mismo como ´el acompañante´”, suelta con gracia. “De hecho inventó una tarjeta que decía: ´Esposo de Ana Rosenfeld´. Y así se presentaba en mis ámbitos. Tenía mucho carácter, pero también mucho humor”.


Sin embargo, una noche Frydlewski llegó a rasgarle la ropa. “Huy... Un episodio que generó tanta polémica”, ironiza Ana. “Y no tuvo ni un tinte de violencia. Por el contrario, se trató de la escena más romántica, literalmente de película”. Fue en 1995, al salir de ceremonia de boda sui generis de Alan Faena y Natalia Lobo, en La Boyita, Punta del Este. “El dress-code era blanco. Y me había comprado en El arcón de la abuela un diseño de raso soñado con un escote de encaje que llegaba hasta aquí abajo (se señala el abdomen). ¡No se veía nada! Pero antes de salir me dijo: `¡¿Te creés que sos famosa para mostrar tanto?! No quiero que nadie te vea así...´. Y le respondí: `¡Pero con las mujeres que habrá en esa fiesta, te crees que alguien va a mirarme!´. En definitiva, tuve que usar un blazer ridículo que no pegaba con nada y que no pude sacarme en toda la noche”, cuenta. “Al dejar el lugar, nos subimos al auto y así, muy apasionadamente, me abrió el vestido de un tirón y me dijo: ´¡No vas a usarlo nunca más!´. Fue una demostración de celos que me volvió loca. Pensé: ¡Wow, el hombre que tengo al lado!”, relata. “Y bueno, no podría contar el final de la película, pero digamos que se dio en la oscuridad de la noche... Como decía Brigitte Bardot: `Un whisky antes y un cigarrillo después...´”.


Ana sabe de pasiones. “Marcelo y yo éramos novios eternos. Dos adolescentes hasta el último día. Nunca dejamos de tener esa piel que nos unía. ¡Nunca! Cualquier mínimo enojo se disolvía encajándonos un beso y no hubo noche en la que se apagaba la luz sin decirle ´que descanses, amorcito´”, cuenta sorprendida de sí misma tras haber pronunciado ese palabra. Sí, no registra tabú al hablar de su vida sexual, porque la considera ya un episodio cerrado que guarda como dice “en una caja de cristal, a la que le puse un moño recién el día que supimos que los dos éramos positivos de COVID. Cuando, por mayor precaución, decidimos aislarnos y vivir en cuartos separados”, revela. “Todo terminó con ese último beso que le di cuando se iba a internar, con esos ojitos de incertidumbre”. Es determinante. “Cerré la puerta al amor, porque uno como el que viví no se repetirá jamás. Mi corazón ya no tiene lugar posible. ¡Y guardá esta nota porque resisto cualquier archivo!”, me desafía. Pero, pese a la negativa, los piropos y las invitaciones no dejan de colarse a través de su WhatsApp y de las redes sociales. “Es increíble. Me dicen: ´No estés sola. No te cierres. Salí. Distraete. Dejate acompañar...´. Y yo pienso: ´¡No estoy encerrada!´”, relata. “Nombres no daré jamás, por supuesto. Pero muchos amigos de Marcelo, que están solos, me escriben para invitarme a comer. ´Vení, salgamos, charlemos´. ¡No, no quiero! Y ni te cuento los mensajes que recibo de desconocidos por privado de Instagram que me piden: ´Estás muy linda, no te apagues´. Una locura. Ya ni los leo”.

Aceptó “agradecida” el sitio que Ángel de Brito le ofreció en LAM, América, “una decisión que tomé a partir de estar sola”, indica. “Fue una forma de conectarme a un mundo diferente del mío. A un espacio en el que encontrar un poco más de oxígeno”, define. Aún cuando no se siente panelista de cepa, “porque mi función es aportar la mirada jurídica o el sentido común en determinados contextos”, explica. “Es por eso que entre peleas voy quedando a la mitad, tratando de salir indemne. La gente, y hablo de los televidentes, ataca mucho al panelista, le molesta. Y en esas discusiones de grupo yo me limito a lo que sé. ¿Por qué elegí ir a un programa? Porque me di cuenta de que los periodistas mezclan todo cuando se refieren al Derecho. Sin un abogado al lado les falta información. Distorsionan la noticia. Confunden sucesión con divorcio o un convenio prenupcial con una idea muy hollywoodense. Cosas que yo puedo explicar con idoneidad”, dice. “A veces, en LAM, me toca pelear con gente que te discute como si fuese abogado, repitiendo lo que le dicen, lo que escuchan, lo que les cuentan o eso que leen en una revista. El panelismo no me resulta algo difícil siempre y cuando me dejen cumplir mi rol”, sentencia. Entre tanto, asumiendo su trayecto “mediático” (que le valió hace algunos años la propuesta de protagonizar Abogados, un ciclo ideado por Marcelo Tinelli que quedó trunco), Ana revela: “Amo la radio y si alguna vez me propusieran un espacio, lo aceptaría encantada”. Aunque admite: “Sé que soy televisiva, porque al público no solo le interesa que le hablen con claridad, sino que también lo atrae el look”.


En fin, “dicen que la vida es linda cuando hay recuerdos, pero mucho más cuando se tienen proyectos. A mí, recuerdos me sobran, y proyectos... Los proyectos voy haciéndolos día a día”, señala Ana. Y en ese tren, asegura que podría sentar registro detallado de los 37 años que vivió junto a Frydlewski. “No existe un día en que no me acuerde de qué hicimos, a dónde fuimos, de qué hablamos. Podría escribir un libro horario de todo eso”, cuenta. Vive colgada a su “romanticismo”, el mismo con el que “supe ponerle azúcar, pimienta y sal a los años en lo que hice a Marcelo tan feliz”. Lo sueña en colores, como anoche: “Cuando hacíamos el chek in para viajar hacia Estambul”. Y tiene “a flor de piel” aquella vez en la que, recostados de cara al cielo misionero (“de los más hermosos de este país”), él me pidió: ´Ana, enseñame a ver las estrellas´. Y así lo hice. A Marcelo le enseñé a ver las estrellas”.

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