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VILLAGUAY, EL PUEBLO DE LAS DOS ESTACIONES (Primera parte). Por Juan José Bilbao (*)



En la década del 50 Villaguay tenía dos estaciones: Villaguay Este y Villaguay Central. Por aquellos años el Ferrocarril era una suerte de conexión física y cultural de los pueblos de la campaña entrerriana, ya que a través del mismo llegaba no solamente mercadería de diversa índole sino también revistas, libros, diarios.

La estación era un lugar de reunión cada vez que un tren partía hacia un destino prefijado. Una vez al año salía llevaba a los futuros conscriptos a la revisación médica que se hacía en Concordia o Paraná. De esto se enteraba todo el pueblo pues los jóvenes hacían retumbar sus sapucays en la noche villaguayense.

Pero lo que tengo más presente es la partida del tren a Buenos Aires.

Nosotros, que por entonces éramos unos gurises que probábamos nuestros primeros pantalones largos, concurríamos a verlo salir. Una diversión o entretenimiento demasiado escaso dirán ustedes, pero por aquel entonces no había demasiado para ver en un pueblo como Villaguay, en el centro de la provincia, alejado de todo, rodeado de montes, ríos, lagunas, arroyos y sin rutas asfaltadas.

No existía el túnel subfluvial, ni puentes internacionales, ni represas. Éramos una isla. Y para llegar a Buenos Aires se demoraba, con suerte, 24 horas. Digo con suerte porque había que rogar que una vez llegado el tren a la zona de Ibicuy no hubiera niebla, pues entonces las 24 horas podían transformarse en 36 o 48.

La cosa es que el tren movilizaba a la gente. No solamente a la que viajaba, sino a la que iba a ver quiénes eran los viajeros. Nosotros observábamos asombrados la relumbrante campana de la estación, los pulcros uniformes del personal del Ferrocarril, el largo andén con bancos de madera y la oficina del Jefe de Estación en donde el telégrafo hacía escuchar su cacofónico sonido.

La gente llegaba en el taxi de Filleul, Gómez, Garcier, o tantos otros que eran los taxistas del pueblo; pero no faltaban los sulkys, carros, motos, bicicletas o automóviles particulares en los cuales venían los viajeros cargados con sus equipajes, siempre voluminosos pues el viaje era largo. Había que llevar comida, ropa y lo que hiciere falta para una aventura como aquella.

Algunos llegaban temprano (digamos unas dos horas antes de la partida del tren) y se despedían largamente de familiares y amigos. Entre ellos estaban los que venían desde la zona rural. Solían pasearse por la estación con sus vestimentas de gaucho y algunos aprovechaban para tomarse alguna copa en los bolichos de las inmediaciones.

Los más pequeños iban hasta el kiosco que estaba a metros del lugar bajo añosos eucaliptos y se nutrían de las golosinas para el viaje. Sobre todo pastillas Renomé o Volpi, caramelos Sugus o algún turrón.

Las señoras, siempre ansiosas, se dirigían a cada rato hasta la oficina de la estación para preguntar: "¿Falta mucho?" El jefe amablemente respondía con una sonrisa y la señora retornaba a su lugar para seguir conversando con amigos y familiares.

De pronto, en el silencio de la noche se escuchaba el largo silbato de la locomotora y todo se transformaba en una frenética carrera para acomodar los equipajes, buscar a los más pequeños, despedirse...

(*) El artículo fue publicado en la sección 'Argentina pueblo a pueblo' del sitio web del diario Clarín.


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