SOBRE LA PANDEMIA GLOBAL Y LOS LÍDERES MUNDIALES. Por Emilio Nogueira


 Aquí en Italia ya pasamos casi 3 semanas de cuarentena, casi 5 sin clases y los números oficiales todavía no mejoran. Ahora tampoco podemos ir a la playa ni al parque y jugamos a la pelota en el estacionamiento desierto que tenemos debajo de casa. 

Ayer después de exactamente una semana salí a hacer las compras.

Nunca pensé que las góndolas del supermercado y la cola de la panadería serían un paseo en sí mismo.

Pero no fue para nada agradable: poco movimiento en la calle, la mayoría de los negocios cerrados y gente que circula con mascarillas hechas en casa ya que las buenas están agotadas hace semanas, mirando con recelo y escatimando hasta el saludo.

Aquí la primera paradoja: parece que la única forma de combatir la pandemia es acatando la cuarentena, lo cual implica actuar todos en simultáneo, unidos detrás del objetivo común de frenar el contagio.

En otras palabras, para preservarnos hay que evitar el contacto -aún con familiares- y la interacción social, algo profundamente antinatural ya que somos seres gregarios, animales de manada.

Si bien necesitamos del otro para combatir juntos, ese otro también representa una potencial amenaza de contagio.

Esto no es nuevo ya que la historia de la humanidad muestra que las pestes tienden a romper el vínculo social.

Lo nuevo es que nuestros comportamientos han mutado de la mano de un poderoso e irreversible combo a base de dispositivos, hiperconectividad y redes sociales que promueve interacciones virtuales.

Por esto se hace difícil pensar cómo sería un regreso a la normalidad en medio de la nueva dinámica que nos impone la pandemia. 



Por otro lado no queda claro qué sería la normalidad, ya que estamos en presencia de un fenómeno histórico de una magnitud incalculable que subvierte el orden establecido -tanto el real como el imaginario- y al mismo tiempo consolida supuestos preexistentes, reafirma verdades de perogrullo y expone comportamientos previsibles.

Revisemos brevemente el accionar de las potencias mundiales en la última semana: los países de la Comunidad Europea en un intento tardío por contener la difusión del virus reinstalaron transitoriamente los controles fronterizos que fueron suprimidos en 1995 mediante el Tratado de Schengen, que establece la libre circulación a través de 26 países.

Por ejemplo hasta hace pocos días uno podía subir a su auto en el sur de Portugal y manejar hasta el este de Polonia sin otra ‘frontera’ que un cartel que indicaba el cambio de país, así como en Entre Ríos se marcan los límites de departamento.

Ahora por la emergencia es necesario identificarse y justificar el motivo del traslado. 



En Italia se vive una crisis dantesca no solo por la cantidad de muertos sino también por el colapso –actual y futuro- de la economía y el sistema de salud, que a su vez expone la falta de liderazgo y reaviva la discusión de romper con la Unión Europea.

Como si eso fuera poco, hubo dos episodios que desmoralizaron aún más a la población: en medio de la escasez de equipamiento, una empresa de Brescia –la zona más afectada del país junto a Bérgamo- vendió millones de reactivos para detectar el COVID-19 a los EEUU, que los exportó desde su propia base militar ubicada en el Véneto.

Una operación legal pero inoportuna que encendió a los críticos del papel italiano en la OTAN.

Para compensar un poco y con timing perfecto, días después la Guardia di Finanza desbarató una operación de la mafia que pretendía embarcar un contrabando de miles de respiradores desde el puerto de Bari hacia Grecia.

Quedó demostrado que cuando se quiere, se puede.

En Francia, uno de los dos países más ricos de la eurozona junto a Alemania, el gobierno admitió la falta de equipamiento y, peor aún, de medicamentos de primera necesidad, mientras esperan el pico máximo de contagios.

En España, país latino con fuerte tradición religiosa se registraron algunos casos de establecimientos geriátricos que fueron literalmente abandonados por el personal y cuyos propietarios huyeron, dejando ancianos enfermos y hasta muertos dentro.

En Inglaterra primero apostaron por la “inmunidad de rebaño” y el “siga-siga” de la economía.

Luego sugirieron a la población mantener “distancia social” y decidieron testear, así “descubrieron” el brote y “recomendaron” cerrar los negocios no esenciales.
El golpe de escena magistral fue dado por el supuesto resultado positivo del Ministro de Salud y el verdadero ancho de espadas: el del Primer Ministro Boris Johnson, quien grabó un video desde su casa, dando el ejemplo de la auto-cuarentena.

Pareciera que ahora sí en esta estamos todos.

En EEUU el caso es distinto: Trump minimizó la cuestión desde el principio y hasta fantaseó vía Twitter que terminaría con el “virus chino” en pocos días.

En ese momento ni siquiera tenían los reactivos para testear los potenciales infectados.

Apenas empezaron a medir el brote, supieron que no podrían contenerlo e impusieron la cuarentena junto al anuncio de una inyección de dinero sin precedentes en la historia de la economía mundial.

Una semana después, se comprobó que dichos subsidios no alcanzan para el récord de 3.3 millones de desocupados que generó la cuarentena en sólo 7 días.

Hoy es el país con mayor número de casos en el mundo, superando a China en casi 10%. 

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El pánico de los mercados y la frustación de la gente le podrían costar a Trump una reelección que daba por descontada gracias a una economía que ostentaba indicadores formidables.

Para mayor humillación, ahora son los mexicanos que niegan el ingreso de americanos en algunos pasos fronterizos por temor al contagio.
Por su parte, en Rusia insisten con distorsionar los números oficiales, lo que además de perjudicar a su gente atenta contra instituciones occidentales como la OMS.

Por último, en China donde aparentemente se originó el virus aseguran tener todo bajo control después de dos meses de inéditas medidas draconianas, que incluyen impedir el ingreso de extranjeros por temor al rebrote.

Además se dan el lujo de ofrecer asistencia a Occidente, una ayuda que consiste en compartir la experiencia adquirida en el manejo de la epidemia y en vender insumos de primera necesidad como mascarillas, medicamentos y respiradores, en enormes cantidades y entregadas en tiempo récord. 



Esta mañana, apenas me levanté pasé por el cuarto de nuestra hija.

La encontré despierta, mirando una polaroid que sacamos cuando invitó a sus amigas al último pijama-party.
Es difícil saber qué pasaba por su cabeza mientras observaba la foto en silencio e imposible estimar el impacto que este fenómeno tendrá en su generación.

Porque aquí los niños fueron cancelados por decreto: se suspendieron las clases sin un plan de contingencia que les permita mantener los vínculos con sus pares y continuar su formación escolar.

Se emitió un decreto que prevé sacar al perro -sí, leyeron bien- de la casa dos veces al día, pero no contempló la necesidad de los niños de aire libre y obligó intempestivamente a cerrar los parques de juegos, como si ellos no lo necesitaran.

Lo que nuestra hija no sabe es que estamos asistiendo a un fenómeno global sin precedentes, porque las pestes de la antigüedad no se difundieron en simultáneo por todo el mundo.

Esta vez es distinto: la pandemia del COVID-19 constituye un enemigo invisible e implacable que ataca a todos por igual: desde las personas que viven en la indigencia y el hacinamiento, hasta líderes mundiales como el primer ministro de Canadá o personajes como el príncipe de Gales, pasando por deportistas de excelencia y hombres de a pie, este virus no discrimina etnias, nivel socioeconómico ni ubicación geográfica.

Por suerte no es el fin del mundo ni mucho menos, pero sí es la primera amenaza global capaz de cambiar el statu quo planetario a nivel económico, político, social y sobretodo individual.

Hoy la única certeza es que hasta que no haya una vacuna disponible no estaremos tranquilos.

Mientras tanto no queda otra que mirar para adentro, buscando serenidad para encontrar lo mejor de nosotros mismos para cuando todo esto haya pasado.

Porque pronto, cuando pase, imagino una especie de renacimiento como una primavera muy ansiada en la que vamos a incorporar a nuestras vidas todo lo bueno que aprendimos durante la cuarentena, desde nuevas habilidades hasta nuevas formas de ver la vida.

¡Hasta la próxima! 

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