GUITARRA VAS A LLORAR. Por Guillermo Gamarra


Hablemos del músico. Me excuso de destacar el mérito de las cualidades personales, porque en definitiva esa es una cuestión reservada al fuero íntimo de cada uno, ajena al interés general y al rasgo fundamental que caracterizó a este hombre, de quien los villaguayenses amantes de la música, sobre todo en sus nuevas generaciones, deberían saber de quien se trata cuando escuchen nombrar al “Taco” Cisneros.

En mi experiencia puedo decir que hace unos treinta y pico de años, en ocasión de una charla informal con Pelusa Puppo, respetable músico local con quien ocasionalmente supimos reunirnos a escuchar y tocar música, me comenta que se estaba juntando a tocar en un dúo de guitarras con un amigo suyo de acá, quien había estado algunos años viviendo afuera, pero que había vuelto a radicarse en Villaguay.

Me dice también que lo que estaban haciendo era música del Brasil y que andaban con ganas de incorporar un bajo eléctrico como incipiente sección rítmica, proponiéndome ocupar ese lugar.

Gentilmente me invita a su casa una noche y es ahí donde me presenta a ese “amigo”, del cual me había hablado: un tal “Taco” Cisneros.

Ni bien lo vi pensé: “a éste lo saco de algún lado” y automáticamente me vinieron a la memoria los bailes de estudiante en mi época de adolescencia, allá por la década del setenta y esas imágenes imborrables de las cuales -como tantos- me había quedado prendado: la de aquel grupo musical con los cinco tipos de saquito blanco y corbata, entre los cuales, además de un carismático cantante, descollaba un guitarrista -creo que al mando de una eléctrica “Eko Camaro”- que jugando con el pedal del “wah wah”, emulaba a Peter Frampton con “Show me the way”, al punto de confundirse con la versión original.

A partir de ese momento, todo para mí fue un aprendizaje.

En un viaje que fue solo de ida, cuan Beatriz a Dante en la Divina Comedia, Pelusa me llevó a descubrir e indagar en aquel verdadero Paraíso que representa el fascinante universo de la música brasilera, y allí dentro, cuan sólido prestidigitador y generosamente, “el Taco” me reveló todos los trucos y fantasías que componen esa magia infinita.

Empezamos a frecuentarnos cada vez más, y al margen de dar nacimiento a una perdurable amistad, extensiva a nuestras propias familias, conformamos un pequeño trío pretensiosamente estable, junto a Marcelo Puzio, otro gran ser humano, con quienes tocamos juntos esporádica pero regularmente por más de veinte años.

La comunicación y el diálogo que profusamente mantuvimos, no se daba tanto a nivel de la palabra, sino más bien, de la vibración.

Aquel idioma en el que hablan los instrumentos entre sí.

Conociéndolo más desde entonces, caí en la cuenta de que este Señor guitarrista no era ningún improvisado, sin perjuicio de que improvisando, ya sea en la parte de un solo de jazz o de rock, lo hacía despojado de cualquier estridencia y en forma impecable.

Costaba creerle cuando perjuraba que no había estudiado música, cuando tantos que se quemaron las pestañas entre la teoría y el solfeo ni tan siquiera le ataban los cordones.

El “Taco” era realmente una guitarra increíble.

Manejaba dúctilmente todos los arpegios, alteraciones, transposiciones, armonías y escalas, y a su vez pasaba también sin escalas ni sobresaltos, ya sea desde el Cuchi Leguizamón a Mark Knopfler, tanto como desde Jobim a Piazzola.

Cualidad rara en los prodigios y digna de curiosidad, era su total ausencia de jactancia, un rasgo bastante común en ese tipo de personalidades, y que particularmente se da mucho entre los músicos: Dentro del grupo, al estar tocando y a pesar de la brecha que ponía en evidencia su natural talento respecto de los otros integrantes, él se sentía uno más, y humildemente emparejaba el volumen de la guitarra con los demás instrumentos.

Quien es músico sabe de lo que hablo.

Y justamente esa misma virtud era la que le permitía acompañar sin distinción ni miramientos a verdaderos íconos, como al propio “Negro” Aguirre o a Liliana Herrero (así como lo supo hacer en informales asados y/o escenarios) tanto como al sordo más desorientado que ocasionalmente se lo pedía.

Cuando estuvo al frente de su comercio de gomería era llamativo entrar ahí y encontrarlo casi escondido entre las cubiertas acariciando su instrumento.

Pero también allí mismo era donde oficiaba de oráculo al que, como en un santuario, concurrían avezados músicos locales y foráneos, para que les descifre algún intrincado acorde que les permitieran redondear sus propias interpretaciones.

Otro rasgo gracioso que tenía, era su avidez por “sacar” un determinado tema. Si antes de tomar cada uno su instrumento nos proponíamos escuchar por ejemplo un tema de Baden Powell, a los 10 segundos de iniciada la pista, instintivamente él ya desenfundaba su guitarra y como que tuviera que asumir una responsabilidad: antes de que concluyera la pista ya lo tenía “sacado” con todos los tonos. Más luego, con infinita paciencia nos pasaba la transcripción y recién ahí el grupo podía ensayar el cover.

Seguramente otros músicos que fueron sus amigos podrán aportar muchas más y mejores anécdotas y vivencias compartidas, pero es incuestionable que “el Taco” marcó un hito fundamental en la historia musical villaguayense.

Se lo va a extrañar y mucho.


Guillermo

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